Carta imaginada a un amor
imaginado.
Amanece y te retiras de mi
sueño dejando en mis oídos la caricia de tus versos.
Me levanto, me aseo,
meticulosa ducha incluida, y después de echarle a los peces y desayunar una
frugal taza de café con leche y avena, me pongo a repesar el “álbum” de fotos,
ese que solo nos corresponde a ti y a mi. Entonces me he dado cuenta de que me
falta una, esa de la preciosa presentación que te sube a los altares de la
lírica, el lugar para el que yo no tengo las escaleras apropiadas. Así que debo
de mirarte desde abajo y te veo como un diamante que brilla en lo alto,
repartiendo destellos, fugaces relámpagos en una tormenta de inspiración que lo
envuelve todo. Y de pronto, veo como se trenzan esos rayos en una figura en la
que me puedo adivinar, me proyectas como un fantasma infiltrado en las hebras
del tejido de tus emociones. Entonces me siento menos pequeño, casi casi, me
siento importante y me quedo embelesado, incapaz de apartar la mirada de ese
diamante que brilla en la cima del altar donde, merecidamente, te colocan
quienes pudieran ser mis oponentes en el torneo del amor. Pero tú me has
elegido y nunca sabré por qué.
Tal vez sea una ilusión,
figuraciones mías; pero cuando paseo por tus poemas, me paro en cada metáfora,
en cada verso y, muchas veces, en cada unas de las palabras. No puedo evitar
verme cabalgando en la cresta de tus emociones, entre las olas de ese mar
tempestuoso de cariño que agita tus sentidos y los lleva al borde del éxtasis.
Y me siento orgulloso de ti y de mi mismo por haber sido elegido para soñar
juntos. Porque he de decirte que, cuando al crepúsculo se ha cerrado y la luna
apenas se asoma, paseo contigo en mis sueños, inundando de luz la oscuridad de
mi noche. Es un paseo sereno en el que nuestras manos enlazadas son las
autopistas por donde transita todo ese río de amor en el que nos vemos
sumergidos. No hacen falta las palabras en nuestros sueños, nuestros ojos lo
dicen y lo contienen todo. En nuestro camino imaginado, hay un seto formado por
un hermoso rosal, su belleza y fragancia nos penetra hasta convertirnos en una
nube de deseo que se esconde entre los pliegues de una imposible realidad donde
apagar los fuegos que nos abrasan. Todo esto pasa por mi mente cuando leo tus
versos, y todo eso lo sueño cuando me quedo a solas contigo y te susurro
abrazado a la almohada.
Y acabo de leer justo en
estos momentos una publicación en la que, recordando a figuras de la literatura
universal, se dice lo siguiente: “Un poeta es un pequeño dios”. Lo dice por la
capacidad de crear que tienen los que verdaderamente son poetas; la misma
capacidad que tú demuestras en tus poemas. Cuando busco a Rosalía de Castro,
incluso a la mismísima musa de la lírica griega Safo, inmediatamente y sin poder
evitarlo, me sumerjo en tu propia lírica, y me encanta. Cierto que en ocasiones
debo intentar penetrar en tu mente para desenredar el cuadro de tus metáforas y
ver cada una de sus pinceladas; pero incluso así, me siguen encantando.
A pesar de todo lo dicho, mi
querida poetisa, no te vistas con los ropajes grandilocuentes de la pedantería;
eso me lo dejas a mi que, con mi inconsciencia y vehemencia, caigo en ello sin
darme cuenta, a pesar de que lo odie profundísimamente. No caigas en el abismo
del orgullo que apagaría el horno donde se moldean tales bellezas literarias y
sobre todo, apagaría el fuego en el que se alimentan los sueños. Tú solamente
escribe y deja que sea yo el que cante la belleza de tus versos.
Francisco Murcia
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