
Crónica de un final
24 – 05 - 2018
Discurrían
los días y según iba pasando el tiempo, los amaneceres se hacían menos
tristes, algo más claros. Los ojos de Domingo comenzaron a deleitarse con la
claridad de la aurora y su mente comenzó a olvidarse de la oscuridad y el
silencio de una alcoba vacía. Poco a poco, comenzó a revivir, y los ecos de
aquella explosión inaudita de furores contenidos iba quedando ya lejos, las
huellas en el recuerdo son aún profundas, todavía hieren la piel de los
sentimientos.
Pero
el tiempo va pasando y cada día se
envuelve en un amanecer más bello, más limpio. Detrás de él, se desdibujan los
perfiles de las huellas del odio, ya casi ni las nota; ya puede pensar en ella
sin resentimientos. Puede repasar las fotos, muchas, pero muchas, y evocar cada
uno de los motivos y momentos que quedaron plasmados en ellas. Y no siente
odio, solo una amarga sensación de fracaso, la sombra de una evidencia que
siempre evitó, ¿por miedo?, tal vez sí, es posible que fuera por miedo; al
final, el miedo es ese virus escondido en la omnipresente y fofa virilidad de
la que presumen los hombres ante ellas.
Ya
comienza a respirar su libertad, hace planes y el odio casi ha desaparecido de
sus soliloquios. Mientras hace sus buenos kilómetros de marcha mañanera,
responde con afabilidad a los saludos de amigos y conocidos y hasta tiene humor
para introducir algún chascarrillo. -Voy y vengo con libertad-, se dice a mi
mismo, -ahora no tengo ningún obstáculo-, y termina pensando que aquello que
percibía como un abismo no es tal, sino todo lo contrario.
¿Y
ella? Ella sigue anclada a sus pensamientos. Bueno, ella que haga su vida –se
dice a sí mismo-, al fin y al cabo es ella quien ha elegido. Claro, es que si
no hubiera elegido ella, Domingo no habría tenido el valor suficiente para
hacerlo y la habría sometido a la muerte
por inanición de los sentimientos, y él habría muerto por caquexia emocional si
ella no hubiera tenido ese valor. Sí, ha de admitir su valor; no en este último
momento solamente, sino en cada uno de los días que pasó junto a él. Eran tan
diferentes y se necesitaban tanto, que debieron aprender a quererse y se
quisieron hasta donde fue posible.
Domingo
creyó que estaba bien, y bien se sentía en su nuevo status de hombre libre.
Fijó sus intereses monográficamente en sus hijos y poco a poco, las
reminiscencias de su vida pasada iban pesando menos, a medida que las emociones
comenzaban a manar con naturalidad. Bien, tenía suficiente: sus hijos, su lucha
por la vida y el paisaje de algunos amigos ocasionales conformaban el abanico
de sus aspiraciones. ¿Necesitaba más? Puede, pero él no sentía tal necesidad.
Sin
embargo, no todo estaba tan bien como suponía. Un sentimiento de desconfianza
hacia todo lo femenino había germinado dentro de él. Sí, había una semilla de
desconfianza, un grano de mostaza enterrado en lo más profundo de su ser desde
su misma concepción o al menos, desde sus primeros años de vida; una semilla
tan pequeña que no se notó, hasta que la mujer que cuidaba y mimaba decidió ser
persona por sí misma, al margen de sus proyectos y aspiraciones; hasta el
momento en que decidió ejercer como persona adulta e independiente. En ese
momento se reveló la presencia de esa sombra que había permanecido escondida en
lo más profundo de su ser, disimulada por una educación orientada a un respeto
que no estaba exento de un atavismo de proteccionismo machista. En fin, -pensó-
son los efluvios de una planta del pasado ya marchita, ahora toca otro tiempo,
pues por fin, este ya se terminó.
Francisco
Murcia.
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