¡Ah, divagar! Es bonito, algo
así como pasear libre por un paisaje de horizontes infinitos donde todo es
posible, desde mirar frente a frente a un átomo, hasta luchar en feroz batalla
con molinos de viento o amar hasta cambiar la eternidad por un beso. Como no,
en este limbo donde solo los soñadores pueden pasear sin perderse, también
tienen su fundamento las duras e inmutables columnas de la lógica. Permítanme
pues, dejar descansar mi arpa del salón en el ángulo escuro, sin olvidarla, y
sumergirme en los antros menos amables, pero desgraciadamente más reales, de
esto que hemos dado en definir con un nombre: CIVILIZACIÓN. Pido por ello
excusas de antemano.

Divagaciones
8-05-14
No hay causas sin efecto ni
efecto que se quede en sí mismo sin ser la causa del siguiente eslabón. Estamos
en un error si circunscribimos el sufrimiento del ser humano a un efecto de su
pensamiento. Es evidente que los animales sufren más o menos en función de la
complejidad de su sistema nervioso. Estamos demasiado “endiosados” como para
reconocer la inteligencia en los animales, como para reconocer emociones en
otros seres. Y sin embargo es un hecho. La categorización por la que nosotros
nos colocamos en cabeza es consecuencia, precisamente, de la soberbia de la
especie humana.
El tigre mata a la gacela y
no por ello se siente culpable de nada. ¿Nos sentimos nosotros culpables por
comer la carne que se pone en nuestra mesa? Si somos sensibles al sufrimiento
de nuestros semejantes es porque compartimos la misma identidad de seres humanos
y vemos en sus penas las desgracias que podrían afectarnos algún día. Demasiado
preocupados por las cosas humanas, sí; pero… ¿acaso habría habido desarrollo y
civilización si nos hubiéramos despreocupado de nuestra propia naturaleza? Si
fuera fácil evitar las guerras, ¿por qué después de tres millones de años de
existencia de la especie aún no se ha dado con la solución? Hubo a través de la
historia personas que hablaron de las bondades de la paz, de ofrecer la otra
mejilla, de la igualdad ante el dios sol de todo ser humano –Amenofis IV- y lo
absurdo que resultaba que unos fueran los dueños de otros. Esto no es de ahora,
pero los sufrimientos continúan, las guerras permanecen, y si bien es cierto
que procuramos evitar conflagraciones planetarias que nos conducirían a la
desaparición de la vida, no lo es menos que las guerras fratricidas continúan.
Ciertamente el modelo de
desarrollo que nos hemos dado solo conduce a un final que no es otro que la
autodestrucción, bien sea por las disputas por controlar los medios que no son
infinitos, sobre todo el agua, o por guerras originadas para eliminar a los
competidores. Hoy, sobre la mesa de los presidentes de casi todas las naciones,
especialmente de las potencias que cuentan con el poder suficiente como para
ser tenidas en cuenta, descansan los planes para una hipotética guerra
generalizada que pueden contemplar en simulaciones de ordenador, conociendo de
antemano el número de víctimas, las zonas implicadas en el conflicto, la
capacidad de respuesta de cada una, la incidencia en la economía y el
previsible futuro después de una conflagración. Se nos ha dado un paraíso, pero
alguien comió de la fruta prohibida y todo se ha ido al carajo –obviamente, se
trata de una metáfora-.
El Papa, insta a la ONU y a su presidente a
implicarse en un plan mundial orientado a erradicar el hambre y también las guerras.
Posiblemente muchos lo vean con los ojos del partidismo religioso o ideológico,
pero lo cierto es que una iniciativa así solo puede ser auspiciada por
organismos cuya influencia alcance a todos los rincones de la tierra. Tarea
demasiado hercúlea para un solo hombre, aunque este sea el Papa. Pero como
dicen los chinos: “todo camino comienza con el primer paso”.
Dicen los científicos que el
universo camina hacia la entropía, hacia el desorden, hacia el caos. Y
ciertamente, cuanto más retrocedemos en la materia, más orden encontramos,
mientras que cuanto más progresamos hacia el macrocosmos, más desorden
hallamos, a pesar de que las leyes físicas que gobiernan los acontecimientos
nos parezcan fortalezas inexpugnables donde guardar la lógica. Queremos ver en
el universo la expresión de una inteligencia cósmica. Puede ser, al fin y al
cabo, divagar puede ser hasta bonito porque no pretendemos buscar ninguna
verdad, sino simplemente pasear entre los recovecos de nuestras propias
creaciones mentales. No se hace daño a nadie y alguna que otra vez brilla, en
la noche de nuestra ignorancia, una lucecita que nos despierta la esperanza en
ese “algo más”, que se supone detrás de la frontera de la vida tal y como la
conocemos.
En este punto, recuerdo el
librito titulado: Juan Salvador Gaviota. ¿Cómo puede una sardina conocer la
inmensidad del océano que la contiene o la existencia de las aves? ¿Cómo
pretendemos nosotros conocer lo que está fuera de nuestro plano de existencia?
¿Acaso no es absurdo pedirle a una hormiga que desarrolle el teorema de
Pitágoras? La única posibilidad que nos queda es dejar abiertas de par en par
las puertas de nuestra mente.
Se
habla en muchas ocasiones del amor entre los seres humanos. Hay muchos ejemplos
que avalan la fuerza infinita de este sentimiento cuando se comparte. Pero
hasta eso hay que aprenderlo, aprender a amar, aprender a sentir a los demás
seres humanos como una parte de sí mismo: Yo soy en la medida en que todos
somos. No nos educan para eso, nos educan para ser esclavos. Al divagar,
recorremos senderos desconocidos, inexplorados que tal vez nos lleven a un
valle en el que poder descansar a la luz de las estrellas. Sigamos divagando.
Después
de esto, volvamos al campo más amable de la lírica.
Francisco Murcia.
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