viernes, 4 de mayo de 2018

Divagaciones

¡Ah, divagar! Es bonito, algo así como pasear libre por un paisaje de horizontes infinitos donde todo es posible, desde mirar frente a frente a un átomo, hasta luchar en feroz batalla con molinos de viento o amar hasta cambiar la eternidad por un beso. Como no, en este limbo donde solo los soñadores pueden pasear sin perderse, también tienen su fundamento las duras e inmutables columnas de la lógica. Permítanme pues, dejar descansar mi arpa del salón en el ángulo escuro, sin olvidarla, y sumergirme en los antros menos amables, pero desgraciadamente más reales, de esto que hemos dado en definir con un nombre: CIVILIZACIÓN. Pido por ello excusas de antemano.

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Divagaciones
8-05-14

No hay causas sin efecto ni efecto que se quede en sí mismo sin ser la causa del siguiente eslabón. Estamos en un error si circunscribimos el sufrimiento del ser humano a un efecto de su pensamiento. Es evidente que los animales sufren más o menos en función de la complejidad de su sistema nervioso. Estamos demasiado “endiosados” como para reconocer la inteligencia en los animales, como para reconocer emociones en otros seres. Y sin embargo es un hecho. La categorización por la que nosotros nos colocamos en cabeza es consecuencia, precisamente, de la soberbia de la especie humana.

El tigre mata a la gacela y no por ello se siente culpable de nada. ¿Nos sentimos nosotros culpables por comer la carne que se pone en nuestra mesa? Si somos sensibles al sufrimiento de nuestros semejantes es porque compartimos la misma identidad de seres humanos y vemos en sus penas las desgracias que podrían afectarnos algún día. Demasiado preocupados por las cosas humanas, sí; pero… ¿acaso habría habido desarrollo y civilización si nos hubiéramos despreocupado de nuestra propia naturaleza? Si fuera fácil evitar las guerras, ¿por qué después de tres millones de años de existencia de la especie aún no se ha dado con la solución? Hubo a través de la historia personas que hablaron de las bondades de la paz, de ofrecer la otra mejilla, de la igualdad ante el dios sol de todo ser humano –Amenofis IV- y lo absurdo que resultaba que unos fueran los dueños de otros. Esto no es de ahora, pero los sufrimientos continúan, las guerras permanecen, y si bien es cierto que procuramos evitar conflagraciones planetarias que nos conducirían a la desaparición de la vida, no lo es menos que las guerras fratricidas continúan.

Ciertamente el modelo de desarrollo que nos hemos dado solo conduce a un final que no es otro que la autodestrucción, bien sea por las disputas por controlar los medios que no son infinitos, sobre todo el agua, o por guerras originadas para eliminar a los competidores. Hoy, sobre la mesa de los presidentes de casi todas las naciones, especialmente de las potencias que cuentan con el poder suficiente como para ser tenidas en cuenta, descansan los planes para una hipotética guerra generalizada que pueden contemplar en simulaciones de ordenador, conociendo de antemano el número de víctimas, las zonas implicadas en el conflicto, la capacidad de respuesta de cada una, la incidencia en la economía y el previsible futuro después de una conflagración. Se nos ha dado un paraíso, pero alguien comió de la fruta prohibida y todo se ha ido al carajo –obviamente, se trata de una metáfora-.
El Papa, insta a la ONU y a su presidente a implicarse en un plan mundial orientado a erradicar el hambre y también las guerras. Posiblemente muchos lo vean con los ojos del partidismo religioso o ideológico, pero lo cierto es que una iniciativa así solo puede ser auspiciada por organismos cuya influencia alcance a todos los rincones de la tierra. Tarea demasiado hercúlea para un solo hombre, aunque este sea el Papa. Pero como dicen los chinos: “todo camino comienza con el primer paso”.

Dicen los científicos que el universo camina hacia la entropía, hacia el desorden, hacia el caos. Y ciertamente, cuanto más retrocedemos en la materia, más orden encontramos, mientras que cuanto más progresamos hacia el macrocosmos, más desorden hallamos, a pesar de que las leyes físicas que gobiernan los acontecimientos nos parezcan fortalezas inexpugnables donde guardar la lógica. Queremos ver en el universo la expresión de una inteligencia cósmica. Puede ser, al fin y al cabo, divagar puede ser hasta bonito porque no pretendemos buscar ninguna verdad, sino simplemente pasear entre los recovecos de nuestras propias creaciones mentales. No se hace daño a nadie y alguna que otra vez brilla, en la noche de nuestra ignorancia, una lucecita que nos despierta la esperanza en ese “algo más”, que se supone detrás de la frontera de la vida tal y como la conocemos.

En este punto, recuerdo el librito titulado: Juan Salvador Gaviota. ¿Cómo puede una sardina conocer la inmensidad del océano que la contiene o la existencia de las aves? ¿Cómo pretendemos nosotros conocer lo que está fuera de nuestro plano de existencia? ¿Acaso no es absurdo pedirle a una hormiga que desarrolle el teorema de Pitágoras? La única posibilidad que nos queda es dejar abiertas de par en par las puertas de nuestra mente.

Se habla en muchas ocasiones del amor entre los seres humanos. Hay muchos ejemplos que avalan la fuerza infinita de este sentimiento cuando se comparte. Pero hasta eso hay que aprenderlo, aprender a amar, aprender a sentir a los demás seres humanos como una parte de sí mismo: Yo soy en la medida en que todos somos. No nos educan para eso, nos educan para ser esclavos. Al divagar, recorremos senderos desconocidos, inexplorados que tal vez nos lleven a un valle en el que poder descansar a la luz de las estrellas. Sigamos divagando.

Después de esto, volvamos al campo más amable de la lírica.


Francisco Murcia.

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  Oh, las palabras 20 – 10 – 2023   Las palabras bullen dentro de mi como fieras enjauladas, van y vienen, se vuelven y revuelve...