
Los sueños.
7 – 08 – 2018
Los sueños, esos recodos
escondidos en el difícil camino de la vida donde hallar una sombra de reposo,
donde guarecerse de los tórridos vientos de eso que llamamos realidad, donde
tomar un poco de aliento y dejar que ese yo escondido, que todos llevamos dentro,
recupere la capacidad de germinar esas locuras que nunca verán la luz. Oh, los
sueños! Cae la noche, el sol se ha
ocultado harto de alumbrar el escenario donde lágrimas y risas se confunden y
se mezclan sin importar quien ríe o quien llora, quien sufre o quien goza, qué
importa, ya lo dijo el poeta hace siglos: “ande yo caliente y ríase la gente”.
Esa es la gran realidad de esta locura: un yo escondido bajo egos desmedidos
que crecen al amor de fuegos fatuos.
Pero el sol se pone, pasa al
otro lado y el horizonte de la verdad ya no es un límite. La penumbra nos acoge
bajo su sombra protectora y el yo, ese temeroso ente que anida desde siempre en
la más profunda alcoba de nuestra alma, asoma su cabeza, ya no lo ve nadie, ya
no tiene que ocultar sus ansias de volar, ya no importa de dónde venga o dónde
vaya, ya puede crear su mundo, ya puede escapar del escenario, y vuela y vuela
solitario entre nubes vaporosas donde fabrica sus sueños. Ojalá no tuviera que
volver al escenario, ojalá no saliera el sol nuevamente, ojalá la aurora se
demorara tanto, tanto, que la eternidad fuera solamente el comienzo y no
hubiera herramientas para construir el final.
Sí, sé que los sueños son
solo eso, sueños; ilusiones escondidas que, en llegando la noche, se desmandan,
gritan alborozadas en la silenciosa penumbra, se enlazan, juegan, se impulsan
unas a otras y al final, construyen en el vacío falsos castillos y encierran en
sus mazmorras esas lágrimas que aún quedaron ocultas al final de la función
diaria. Son sólo eso: sueños, algo tan leve, que no tiene lugar ni espacio; tan
sublime, que a ellos confiamos la fortaleza de un yo que ha de esconderse para
permanecer indemne ente los embates de un ego avasallador, exigente, que nos
impone lugar, palabras y gestos en esa gran representación de lo que llamamos
realidad. Los sueños son sólo eso: sueños, cosas de ingenuos, cosas de niños,
reductos donde se esconden las locuras, los últimos restos de una infancia que
se aleja.
Y sin embargo, ¡oh Dios!, cada cual es infinito en su sueño: crea, inventa,
destruye y construye, juega con las alas de sus hadas, peina los bucles
vaporosos de su amada, esa que no conoce nadie, la que solo existe en su mundo,
aquella que nació de la esperanza que un día sembraron unos postigos apenas
entreabiertos; es vasallo y es señor y en la noche, antes de que salga el sol,
salva a su princesa de las garras del dragón. ¡Oh, los sueños!
No, no se confundan. No hay
ruta para los sueños, no hay magos ni pócimas milagrosas que los conviertan en
sólidas realidades. Si así fuera, pesarían tanto que nos aplastarían, dejarían
de ser sueños, perderían su magia, y ese yo temeroso que asoma su cabeza en la
penumbra, no hallaría la ventana por donde gritar su esencia y perdería esa
cordura que lo mantiene vivo. La esperanza es un corcel que galopa con los ojos
vendados por el filo que separa sueños y realidad; conviene que el jinete, al
descabalgar, mire bien dónde pone su pie.
Francisco Murcia.
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