sábado, 4 de agosto de 2018

¡Aleluya!


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¡Aleluya!
4 – 08 - 2018

Sublime, Antonio. Sábes, he entrado sin pudor en tu poema, sabiendo que entraba en tu corazón sin tu permiso. He sentido la tentación de pedirte disculpas, pero, al final, he preferido compartir contigo ese mar de pasión y poner en él a la deriva la barca de mis emociones. No importa a qué horizonte mire, no importa dónde dirija mis ojos porque el paisaje está dentro de mi, brillando a la luz de tus versos. Ese es el milagro que no todos los poetas pueden alcanzar: iluminar ese paisaje interior que todos tenemos, que los tiene el lector, y hacer de sus lágrimas un homenaje a esos versos que surgen de lo más profundo de un alma que cultiva sus sentimientos en soledad.

Es verdad. De pronto se cruza en el camino una mirada y sientes un estremecimiento que penetra hasta la última de las células de tu cuerpo. Es esa zarza ardiendo en un desierto donde ya no hay ecos, donde el silencio está robando la vida; esa luz con una voz que retumba y remueve los cimientos de un edificio que ya está anunciando su ruina. De pronto la esperanza, una sonrisa, la ventana al infinito de una pupilas que electrizan y convulsionan cada uno de los segundos que ya creías perdidos. Y claro que sí, queremos ser mejores, más tiernos, pero más firmes; más delicados, pero más seguros; más íntimos, pero a la vez más abiertos, más sonrientes, aunque sin perder la dulce imagen de una suave melancolía. En definitiva, queremos transmutarnos en ese ser ideal capaz de llenar el hueco existencial de esa mirada que se ha cruzado en nuestro camino. Y lo deseamos de tal modo, que toda la existencia pasada nos parece solo una excusa para llegar a este supremo momento en el que concentramos la esencia de la propia eternidad. Oh! que no termine nunca este momento, que no se apaguen esas pupilas jamás, firmaría mi muerte cada segundo con tal de renacer al siguiente y verme reflejado en esos ojos anhelantes, saborear el tacto de unos labios que besan mi nacimiento y beber ese suspiro como el néctar de un “tequiero”.

Es verdad. De pronto renacemos de la mortal indiferencia donde enterrábamos las virutas de un tiempo que tallábamos en horas y minutos condenados al olvido. Pero se cruzó esa mirada y un viento incontenible hizo gemir los herrumbrosos goznes de las decrépitas puertas de nuestra alma y gimieron también las oxidadas bisagras de unas ventanas que no recuerdan cuanto tiempo llevaban cerradas, acumulando el amargo polvo del abandono, borrando la palabra esperanza con el cincel de las frustraciones, enterrando los segundos en el sepulcro de la desilusión. Pero una mirada se cruzó en nuestro camino y vimos la vida en sus ojos, y a ellos anclamos la barca de nuestro destino. Y convertimos la barca en navío, y en rocío nuestras lágrimas que vuelven a resurgir, y nos apropiamos de la gallardía de los héroes de antaño. Ya ves, nos decimos, estaba muerto y de pronto una mirada y la vida renace como el fulgor de un relámpago y el retumbar de los truenos.

Aleluya! Nos creemos muertos, que nuestra existencia ni siquiera reviste la categoría de anécdota, que llegamos al otoño sin una mísera brisa que remueva los tonos ocres de nuestra miserable existencia. Pero sólo una mirada y la vida surge con la fuerza incontenible de los sueños. Aleluya!


Francisco Murcia.

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