
A veces
11 – 01 - 2018
A veces es tan dura la
tormenta, tan fragorosos sus truenos, que los ecos retumban haciendo estremecer
los cimientos de la cordura. A veces es tan negra la noche que hasta los
pensamientos se pierden en esa inmensa negrura. Entonces no hay esperanzas de
que salga el sol, no hay sol para quien cae al abismo de la desesperanza, no
hay luz para quien ha apagado el amor en su corazón, no hay claridad para quien
nada en océanos de odio y se baña en los fuegos de miradas que te queman el alma.
Hay días en los que es mejor no despertar, dejar que el sueño permanezca
infinito y eterno, dejarse consumir en los antros oscuros de melancólicos
sueños. Hay días en los que no sale el sol, en los que no vale la pena abrir la
ventana. Y sin embargo…
Y sin embargo ahí estamos.
Otra vez marchando en medio de soliloquios absurdos, caminando y caminando, tan
solo por caminar, sin otro sentido que ir gastando la vida, sin otro fin que
intentar matar el tiempo, cuando es el tiempo el que nos está matando. Pero no
nos damos cuenta. Solo estamos atentos a ese frontón imaginado donde lanzamos
palabras, frases, blasfemias, gritándolas en silencio para que sean devueltas,
como pelota en frontón, con mayores violencias. Y esperamos su rebote y volvemos
a lanzar usando toda la fuerza, queremos derribar ese frontón. El juego nos
agota, el alma se va gastando, el odio es ese frontón donde jugar la partida
solo conduce a la muerte, si no del cuerpo, del alma.
Pero pasa el tiempo. La
tormenta, como todas, amaina. Los soliloquios comienzan a verse salpicados de
palabras menos duras y una luz tenue comienza a vislumbrarse, como un faro en
la noche, como una estrella aviso a navegantes perdidos en medio de la
tormenta. Y olvidamos la última blasfemia, paramos en el aire el puñal imaginado,
y cambiamos el acero por el candor de una rosa. Entonces nos damos cuenta que
tiene las alas rotas, que nuestro ángel se queja porque no puede volar;
entonces nos damos cuenta que hemos presumido de un vuelo que no era el
nuestro, era el de nuestro ángel que nos elevó hasta los cielos y ya allí,
viéndonos en las alturas, nos creímos casi dioses, y olvidamos ese ángel que
nos sostiene en sus alas, que ha renunciado a su vuelo por sostener nuestro
ego. Pobre ángel de alas rotas que ahora yace en el suelo, maltratado,
humillado, pisoteado por quien subido a sus alas, transitaba las alturas en
medio de fantasías y de ilusiones perdidas.
Hay días que no sale el sol,
como hay noches vacías, sin sueños. Pero hay que abrir la ventana si no queremos
que el odio se adueñe de la mañana, y del día y de la noche. Hay que abrir esa
ventana para que el odio se agote.
Francisco Murcia
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