Carta a una amiga imaginaria.
1 –
01 - 2017
Querida
amiga.
No sé si te das cuenta de que estás hablando
con un hombre de 70 años, un hombre que ha sufrido la deserción de la mujer del
campo de batalla en el que se convierte la vida cuando ya la coraza, de la que
nos hemos provisto para aguantar los embates más duros, comienza a
resquebrajarse. La sola visión de tu rostro, el mismo que, con candorosa
inocencia, si se me permite decirlo, me ofrece su sonrisa, despierta en mi un
tsunami de recuerdos que amenaza con arrasar los restos de cordura, pocos, que
todavía me quedan. Precisamente, usando esos restos de cordura, te prevengo
sobre mi edad, 70 años, ya te lo confesé al principio, y con esos restos que
aún me quedan, me propongo luchar contra las imposturas, los dislates, las
ilusiones vanas, los fantasmas de otros tiempos que parecen emerger del pasado,
desde la sima oscura y profunda donde descansaban desde hace ya lustros. No es
bueno que los recuerdos suplanten a la realidad presente; los recuerdos son
solo eso, recuerdos, y sería terrible que los usáramos para suplantar la
realidad que nos rodea, sobre todo porque muchos de ellos, aunque no lo
creamos, son inventados.
A
los 70 años, los vientos ya no contienen semillas capaces de generar nuevos
bosques; lo máximo, tal vez, alguna mala hierba en algún barbecho olvidado. Son
vientos tan secos, como preñados de experiencias, tantas, que forman las
murallas contra las que se estrellan esas utopías que son como nubes en el
horizonte durante una puesta de sol, pero que colocadas a ras de tierra,
bañando la realidad que nos rodea, pierden toda su belleza y se convierten en
lo que son realmente, neblina helada que congela hasta el espíritu. Y sin
embargo, la esperanza aguarda como una voz en of que nos susurra al oído, que
nos anima, y que nos lleva a buscar con nuestras trémulas manos los pequeños
ganchos que aún sobresalen en la superficie lisa de la ladera por la que nos
deslizamos inexorablemente. Sean bienvenidos esos ganchitos, porque al menos, y
aunque solo sea por unos momentos, nos permiten un amago de sonrisa que, a
veces, hasta nos lo llegamos a creer. ¿Y qué importa que por unos momentos la
locura nos transporte al mundo de Peter Pan y pretendamos ser pájaros volando
entre las nubes de ilusiones que, dada nuestra experiencia, ya sabemos que son
puras fantasías.
Pero
no sabes cuánto agradezco la visión de un rostro bonito cuya dueña me dedica
palabras tan amables. Me siento tan bien, que cruzaría la mar océana con el
solo propósito de depositar un fraternal beso en tu mejilla, aunque al hacerlo,
el tsunami de los recuerdos me arrastrara hasta las profundidades donde yacen
sumergidos los años pasados, con toda su carga a cuestas. Pero dejemos que la
razón, el seso con ese, y la cordura ocupen el lugar que les corresponde en el
atril desde el cual proclamamos el orden y despreciamos el caos, sin saber muy
bien cuáles son los límites de uno y de otro, sin conocer la frontera donde se
nos exigirá el precio por pasar de un lado a otro. El precio de la cordura es
alto, ya lo sabemos, tanto que, a veces, supone la propia vida. El de la
locura, sin embargo, depende de la mochila de fantasías que uno lleve consigo,
y las del amor, no suelen ser peligrosas para nadie, excepto para sí mismo, sobre
todo si existe un océano por medio y un mar en permanente marejada agitado por
los vientos de los desengaños.
Por
ello, mi querida amiga imaginaria, déjame construir mis fantasías como un niño
construye sus castillos con los legos que le regalaron sus abuelos, aquellos que
ya caminan por las sendas de las añoranzas y del amor a esos nietos revoltosos
que hacen sus delicias y cuyos juegos les dan tanta felicidad como fatiga.
Déjame que, viendo tu rostro, cabalgue por los años pasados, aunque al hacerlo,
cambie tu imagen por otras que yacen en mis recuerdos. No te sientas mal, en
realidad me has devuelto la sonrisa colocando tu imagen en esas páginas blancas
que aún quedan por escribir en la historia de mi vida; la imagen solamente,
pero es suficiente para abrir el arcón donde guardaba un tesoro que ya estaba
olvidando: el deseo de vivir, de gustar de todo lo bello sin mancillarlo, ni de
obra ni de pensamiento; ya es suficiente que la naturaleza nos regale la
belleza sin tener que pagar por ese baño de felicidad que su sola contemplación
nos produce.
Querida
amiga, gracias siempre por tu amabilidad, por tus palabras que muestran una
belleza interior que no desmerece de la que me muestras con tu sonrisa, y
gracias por compartir algunos momentos de inocente y amistosa charla con este
amigo que lo es y quiere seguir siéndolo.
Un
abrazo fraternal.
Francisco
Murcia.
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