Hablar por hablar.
30 – 06 - 2018
Paseo por el muro, me gusta
detenerme en esas letras, escritas quizá al azar, de aprendices de poetas –vaya
por delante que en mi caso ni siquiera a aprendiz puedo aspirar-, me sorprendo
y a veces, he de confesarlo, me embarga un cierto desasosiego que, con mucha
frecuencia, termina en malestar y gestos de intranquilidad, como si una extraña
corriente recorriera mi cuerpo advirtiéndome de que hay algo que no encaja, que
pretendo abrir caminos entre una densa maleza por la que resulta imposible
transitar, un tsunami de palabras que brillan por si mismas, como las gotas de
roció heridas por el sol, pero es precisamente ese brillo el que deslumbra de
tal modo, que resulta imposible seguir el camino hasta las fuentes de las que
emana el pensamiento para entenderlo, compartirlo y convertirlo en manantial de
inspiración y conocimiento.
Sí, ya sé que los poetas,
los que son y los que aspiran a serlo, se introducen en el jardín del lenguaje
buscando aquellas rosas o espinas en forma de palabras que mejor cuadren a sus aspiraciones;
al fin y al cabo, la literatura es un arte y como tal, debe cultivar la
belleza. Pero no se puede olvidar que toda obra de arte debe contener un mensaje,
es a la vez sentimiento y conocimiento, y si no descubrimos ese mensaje, difícilmente
podemos sentirnos concernidos o afectados en la doble faceta de la emoción y la
razón. Como lectores, entonces, desertaremos de un bosque de palabras hermosas
como lo haríamos de un trigal cuajado de amapolas en el que las espigas quedan
totalmente sepultadas bajo un manto de rojo uniforme, salpicado con pequeños
remiendo de otras flores que aparecen con frecuencia fuera de lugar y a
destiempo.
En algún lugar del muro he
leído algo, procedente de personas cuyo conocimiento no me atrevo a discutir,
afirmando que la misión del poeta no es ser claro en el mensaje; antes bien, vestirlo
de tal modo, que resulte difícil de descubrir; incluso que no exista un mensaje
claro para que el lector, usando sus propias facultades, fabrique en su mente
el sueño que la lectura le sugiera. Pues bien, en mi opinión, incluso en este
supuesto, se necesita un hilo donde engarzar las palabras para que éstas
compongan un conjunto reconocible, y no un montón de perlas dispersas cuyos
destellos, al igual que las gotas de rocío, no hacen otra cosa que deslumbrar e impedir la
correcta visión del conjunto –poema-, y de sus partes –estrofas-, con lo que el
lector, a menudo, se encuentra perdido en medio de un paisaje del que solo
percibe el aroma, pero no alcanza a disfrutar del maravilloso caleidoscopio de
emociones en el que se vería inmerso.
Pienso en estos momentos en
nuestros clásicos, ellos también usaban metáforas y retorcían la gramática, buscando
la rima, hasta extremos difícilmente admisibles
por la ortodoxia del lenguaje; pero había una hilo conductor que nos llevaba
del principio al fin de sus poemas. Pienso en las cimas del modernismo, donde
se huye de la rima como del agua hirviendo, -gato escaldado del agua fría
huye, dice un refrán castellano-, y me pregunto si en esta huida no estaremos
estrangulando de tal modo el significado de las palabras, obligándolas a que
rezumen los jugos que no contienen, que si bien antes era la sintaxis la que
podía sentirse ofendida gravemente, ahora es la prosodia la que debe estar
sufriendo por la constante presión en sus costuras. Pero claro, eso no sucede
cuando leemos a Whitman, a Vallejo y a tantos y tantos poetas consagrados,
pasados y presenten, que han sembrado los más hermosos jardines en el campo de
la poesía sin haber retorcido las palabras, dejándolas en su ser; tan solo
colocándolas en el momento y en el lugar adecuado.
Me pregunto qué dirían esos
grandes poetas viendo la profusión de metáforas forzadas, el gusto por las
expresiones oscuras, el caudal inagotable de lágrimas, el frío en sábanas
desiertas, los fuegos de ardores inconfensables, repitiéndose una y otra vez, llevando a veces
las metáforas a tal grado de torsión que resulta más que difícil, imposible,
llegar al pensamiento en el que se anclan. Y a las metáforas le pasa lo mismo
que al cuerpo: que si no tienen alma, tampoco tienen sentido.
Mis disculpas, pues soy
totalmente profano en las artes literarias. Simplemente me he limitado a
exponer algunas reflexiones con la certeza de que yo mismo caeré en aquellos
vicios que aquí se pueden ver “criticados”; en todo caso será por la patente
falta de las herramientas intelectuales adecuadas para evitar los arrabales de
la vulgaridad.
Francisco Murcia.