lunes, 30 de octubre de 2017

El viejo que hablaba con un mechón de su pelo

La siguiente ficción le puede suceder a cualquiera.


El viejo que habla con su mechón de pelo.

Regreso a casa. El vendaval ha barrido las hojas y la lluvia ha lavado las calles. Un hombre ya viejo habla en voz alta en un idioma desconocido para mi. No se dirige a nadie, tan solo habla porque sí, para oírse la voz, para convencerse de que aún sigue existiendo, de que aún puede hablar, como el último gancho al que se aferra una vida que se va disolviendo en la nada desde hace ya años, desde el momento en que se encontró una maleta en la puerta de su casa con unas letras garabateadas en un papel de estraza: “No vuelvas”. Entonces levantó su puño con la intención de golpear la puerta, pero no llegó a hacerlo, no tenía sentido. En silencio, recogió su maleta, salió a la calle y tomó posesión del primer banco que encontró.

Hace cinco años,  siempre en silencio, una pieza más fundida con el paisaje de bancos, de árboles y de plantas. Sus ojos azules de mirada acuosa ya no contemplan la calle. Perdidos en un horizonte desconocido, parecen mirar otro mundo. Su piel, cetrina por el sol, el tabaco y el vino, oculta un ser del que nadie sabe nada. Entre la jungla de voces que le llegan, no hay una sola que se dirija a él: -Hola.. ¿Cómo está Vd.? ¿Cómo se llama? Unas simples preguntas que, de pronto, lo elevarían al plano de la existencia como ser humano.

El viento juega con un ralo mechón de pelo canoso que le cruza el rostro de vez en cuando, y el viejo se dirige a él en su lenguaje extraño, hasta le sonríe, parece agradecerle la molestia que indudablemente le produce el revoloteo permanente ante sus ojos de  ese resto colgante que queda de algo que fue hace ya mucho tiempo, de una indudable juventud enterrada en lo más profundo de sí mismo, donde buscan esos ojos perdidos y acuosos que solo emergen por unos instantes para hablar con ese mechón rebelde.

Hace fresco, el aire es húmedo y paso sin fijarme en su ropa, sin atreverme a mirar su cara que en esos momentos insinúa un gesto que no sé descifrar, entre el inicio de una sonrisa o la contracción involuntaria provocada por el frío. Ahí sigue, sentado en el banco, con la maleta a su lado y un tetrabrik de vino barato al alcance de la mano, sacando de entre sus sueños algo a lo que agarrarse para seguir siendo humano.

Siento pena, pero sigo mi camino. Llego a casa: “-Ha llegado papá –Hola, cariño” Y me olvido de aquel viejo que habla con su mechón de pelo con palabras extrañas, palabras que no comprendo, o tal vez no las entiendo porque nunca me he parado a escucharlas. Solo debo pararme, detenerme un momento, darle los buenos días y dedicarle una sonrisa. Si lo hiciera, aquel viejo comenzaría a ser alguien. Pero sigo mi camino porque no quiero que mi vida se complique, y dejo que aquel viejo, que habla solo en voz alta, descienda los escalones de la existencia desde alguien a algo, y de aquí a no ser nada, ni siquiera un motivo en el paisaje.


Francisco Murcia.

  

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