Dedicados a todos aquellos que ya contemplamos la vida desde una ventana, la que nos separa de una calle que cada vez transitamos menos y cuyos transeúntes semejan máscaras que ya no nos dicen nada.
Al
final, tal vez podamos sonreír.
20
– 10 - 2017
Sin
nada más interesante que hacer, tras los estores traslúcidos de mi ventana,
contemplo una calle que no es la mía, aunque ya llevo transitándola todos los
días contenidos en unos larguísimos treinta años. Los mismos bares, las mismas
gentes; bueno, casi las mismas, porque los negocios van cambiando de dueño de
tanto en tanto, a medida que se van sucediendo los fracasos, y la necesidad de
encontrar un hueco donde meterse aguijonea a una juventud que se ve bastante
perdida. Hace tiempo que ya no veo a vecinos que antes eran figuras frecuentes
en las aceras de mi entorno. No somos amigos, tan solo vecinos que encuentran
una fuente de autoestima dedicando una afectada y ridícula indiferencia a otros
que, a su vez, responden exactamente de la misma forma. En fin, pequeñas y
estúpidas sutilezas que crecen en el campo de la mediocridad. Y es que
necesitamos esas gotitas de soberbia como el buen guiso necesita de la hoja de
laurel, que nada tiene que aportar ni siquiera al sabor, pero otorga un cierto
aroma que anima el apetito. Asimismo, la autoestima requiere de un cierto nivel
mínimo que nos haga sentir menos vulnerables, y disimule esa patética imagen
que, casi siempre, proyectamos sin darnos cuenta.
Digo
que no es mi calle, naturalmente. Tan solo poseo en ella ese rincón que llevo
pagando con mi vida y que, un poco pomposamente, llamo mi vivienda. Mi calle,
mejor dicho, mis calles son otras: pocas, antiguas, cortitas, de edificios
terrosos, sucias de excrementos de animales, pero plenas de vida, de risas, de
carreras alocadas, de felicidad en el más puro sentido de la palabra. Tan
plenas de alegría, que ni siquiera nos acordábamos de ir a comer. De pronto,
cuando estábamos a punto de descubrir el escondrijo de los ladrones, sonaban
las voces desgañitadas de las madres llamando a sus hijos. -¡¡A comer!!
-¡¡Ñooo, ahora a comer!! No tengo hambre ma-. –Como no vengas a comer enseguida
te quedas en ayunas, y cuando venga tu padre te vas a enterar. -¡Ñoo! Tonete, que sé donde estás, que estás detrás
del trillo, después me toca a mi de ladrón-.
Deambulo
por la ruta de mis recuerdos, tranquilamente, deleitándome con aquellos que
están más lejanos, en el inicio de los primeros descubrimientos de la vida.
Nada presagiaba entonces lo que habría de venir después, o éramos tan niños que
vivíamos cada momento como si en él estuviera concentrado todo el tiempo del
universo. La ausencia de los padres emigrados, las infantiles espaldas
doblegadas bajo el peso de los haces de leña, el fuego abrasador en los rastrojos, el frío
aterrador en los inviernos y la vara del maestro, golpeando las yemas ateridas
de nuestros dedos. Y sin embargo, cuando nos dejaban libres un momento, esas
calles cortitas, malolientes, de achaparrados edificios de tierra, se
convertían por arte de magia en el campo de batalla del Capitán Trueno contra
esos malandrines sarracenos. Nadie quiere ser el malo, todos quieren rescatar a
la princesa de las garras del malvado padre, que la mantiene cautiva en la torre
del castillo. Hay disputas y peleas, pero al fin, se impone un momento de
tregua y se echa a suertes el lugar de cada cual. -¡¡Niños, a comer!! -¡¡Ñoo,
ahora que me tocaba ser el Jabato!!
Qué
lejos están todavía los primeros exámenes, las primeras miradas picaronas, y
aún más, mucho más, el primer beso, la primera locura, la primera noche, la
primera hipoteca. En fin, aún quedan lejos aquellos kilómetros que nos van a
hacer sudar, a veces nos harán llorar y, con suerte, al final, sentados ante la
ventana de una calle cualquiera, tal vez podamos sonreír.
Francisco
Murcia.
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