Por hablar de algo
23 – 10 - 2017
Bien, heme aquí, como
tantísimas veces, con el deseo, más bien el vehemente anhelo, de escribir, no
importa el qué, ni el cómo, ni de qué; tan solo importa abrir la puerta de mi
mente para que sus goznes no se oxiden, para que entre el aire fresco y ventile
ese ambiente en el que, a fuerza de permanecer ocultas, las ideas se van
degenerando. Porque a las ideas le pasa lo que al vino mal envasado: de
principio coge grados, se asienta y aparece de un cristalino bermellón y hasta
sienta bien al paladar; pero si lo dejamos demasiado tiempo, al estar mal
envasado, se pica, se pone ácido y al final, se convierte en eso que llamamos
vinagre, indispensable para adornar algunos sabores, pero repelente como
bebida. Así que aquí estoy, ante el teclado sin que, por el momento, las musas
se hayan dignado tocar a mi puerta. El único que ha llamado ha sido el cartero,
que debe tocar en todos los timbres a la vez por eso de no perder tiempo, y lo
hizo justamente en el momento en el que me pareció barruntar, entre mis brumas
mentales, la presencia de alguna forma que podría parecerse a una idea, pero al
sonar el timbre, se disolvió en la neblinosa atmósfera del mar de los olvidos,
donde flota todo ese enjambre de ocurrencias que se marchitan casi antes de
surgir, y que no hacen otra cosa que ocultar los ocasionales frutos que podrían
madurar, si las sombras de tanto follaje inútil no se lo impidieran.
En fin, por hablar de algo,
me vienen a la mente las preguntas que me hago ante las evidencias de una
realidad estrambótica, desquiciada, de cuerpo contrahecho, de ontogénesis
contranatura. Una realidad que ha
medrado en el campo de las imposturas, abonado con el estiércol de los egoísmos
y la incomprensión, y cosechada con la guadaña de la intolerancia. Qué bien nos
sentimos cuando acarician nuestra autoestima, ocultándonos las sombras que
nuestra realidad proyecta, y qué felicidad la que nos invade cuando se nos
halaga. –Tú no eres como esos que hablan por hablar y no saben lo que dicen, ni
tampoco como aquellos, pobres ignorantes, que no saben hacer otra cosa que
despilfarrar estúpidamente el tiempo que la vida les ha dado; tú eres
diferente, porque tú eres especial-. ¡Oh, qué bien suena!, tanto, que comienzas
a repetírtelo a ti mismo una y otra vez, lo necesitas para que tu autoestima no
se precipite por los abismos de la nulidad. Y es que todos queremos ser más,
necesitamos ver constantemente el escalón inferior para no sentirnos en el
puñetero suelo, en lo más bajo, donde ni siquiera llega la mirada de la
compasión. Sí, como dice la canción: “todos queremos más”, pero no solamente
dinero, que es meramente circunstancial, esa capa dorada con la que vestimos
nuestras iniquidades; queremos más dignidad, pero… ¿qué tipo de dignidad
deseamos?
Ya sé que me dirán que todos
no son así, es más, la mayoría de las personas no son así. Y yo les digo: -no
se lo crean, las apariencias engañan- Y verdaderamente creo que las apariencias
engañan porque lo veo, desde el que pretende imponerse a su interlocutor en una
discusión de barra de bar, pasando por el intelectual encumbrado, por el
político comprometido o el profesor que, subido a su tarima declamatoria,
proyecta su aparente sabiduría sobre unos alumnos ensimismados. No le den más
vueltas, en toda escalera, cada escalón debe estar apoyado en el inmediatamente
inferior, de lo contario, no existiría. Evidentemente, el ropaje que nos impone
la puesta en escena de este gran teatro del mundo modifica sustancialmente las
conductas, de modo que están “mal vistos” ciertos comportamientos hirientes
para la dignidad que consideramos humana, aunque no sepamos muy bien los
límites del marco donde se pinta ese paisaje al que llamamos dignidad, si bien
todos reclamamos nuestro espacio en él. ¡Ah!, pero la dignidad propia no es la
que tú te otorgues a ti mismo, sino la que te otorga tu entorno según la
valoración de tu conducta. Y de aquí surge la fuente que riega la planta de
todas las desigualdades, porque cada cual es digno para su entorno en la medida
en que su conducta es acorde con el estatus social o de creencias de ese entorno, siendo
discriminado, incluso expulsado, si tal conducta se considera inapropiada,
indigna o simplemente no está a la altura del grupo donde se desarrolla.
Y es aquí donde podemos
encontrar las raíces de todos esos “ismos”: cristianismo, islamismo, comunismo,
capitalismo, etc., etc.,, y por supuesto, todos los nacionalismos, que no dejan
de ser una manifestación de la suma de los egoísmos individuales, una
divinización del nosotros en oposición al vosotros, en la que el ellos no
existe más que como una entelequia lejana. Ahora mismo estamos viviendo las
consecuencias de una realidad retorcida hasta extremos grotescos, que
condiciona la convivencia y el futuro de millones de personas, una realidad que
surge como subproducto de la manipulación de la intolerancia, cosechada en los
campos de la incomprensión, abonados con el estiércol de los egoísmos.
¡Caramba!, esta musa no ha
venido cargada con las rosas de la concordia ni lo aromas de los jazmines, sino
con las espinas de una verdad desagradable. Tal vez, lo mejor será dejarla
pasar y esperar a que Afrodita nos regale una invitación firmada por el propio
Eros en cuyos oscuros abismos pereceremos ahogados, pero de felicidad. Así al
menos, si hemos de morir, muramos felices.
Francisco Murcia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario