Tu libertad
es la mía.
25 - 09 -
2017
No hubo
despedidas emocionadas, no hubo homenajes ni palabras amables, tampoco hubo un
adiós, que le vaya bien, que tenga suerte; ni siquiera esas frases vacías con
las que rellenar esos espacios que separan al conocido del amigo: -ahora a
disfrutar, que ya no tienes que preocuparte por llegar a la hora-. Se fue sin
pena ni gloria; bueno, algo de pena si que tenía, pero no por la despedida de
lo que había sido su lugar de trabajo durante los últimos treinta años de su vida,
sino por ese poso de amargura que había dejado en él la separación de Marta, su
mujer, sin que pudiera vislumbrar motivo alguno que justificara esa decisión.
Después estaban sus hijos, Isabelita y Jorge, la fuente verdadera de la que
extraía la ilusión suficiente como para enfrentar un trabajo que ya le estaba
resultando tedioso, después de haberlo practico con entusiasmo y dedicación
durante veinticinco años. Pero vino la separación y todo en él se derrumbó; los
hijos, pendientes cada cual de sus cosas, inmersos en un mundo que a él le
resultaba ajeno, no podían ni siquiera intuir el terremoto emocional por el que
estaba pasando; Isabelita ocupada en intentar colocar las piezas del puzle de
su vida, que hasta ahora estaban desperdigadas en momentos felices e infelices
sin conexión alguna; Jorge, viéndose como ciudadano del mundo, lo recorría
saltando de un país a otro, buscándose a sí mismo.
De esto
hacía cinco años. Heliodoro -Helio para los amigos y Don Helio para sus alumnos
y alumnas-, desgranaba sus recuerdos mientras esparcía migajas de pan a su
alrededor, sentado en Reyes Católicos, a la sombra del árbol más grande y
frondoso, y provocando a su alrededor un remolino de aleteos, carreritas y
runruneos de palomas que se le subían a las rodillas y alguna hasta permitía un
ligero roce a modo de caricia. Esas palomas y su perro eran los únicos seres
vivos que compartían los minutos que su afición a la lectura y la escritura le
dejaban libres, amén, lógicamente, del tiempo dedicado a sus quehaceres domésticos
y a prepararse la comida, porque a Helio no le gustaba eso de comer en los
bares, además, el último esfuerzo en favor de los hijos lo había dejado
exhausto económicamente y no se podía permitir según qué lujos, y el menú del
bar que tenía bajo su casa, aunque barato, para él era eso: un lujo.
Desplegó el
periódico, leyó el titular como quien ya está a la vuelta de todo y nada le
asombra: LA GENERALITAT PODRÍA DECLARAR
DE FORMA UNILATERAL LA INDEPENDENCIA DE
CATALUÑA. En principio no le dio importancia. Sumergido como estaba en ese
océano de apatía e indiferencia en que se encontraba, todo esto estaba
resultando para él como un déjàvu vivido hacía veintitantos años con los
vascos. Entonces, después de muchas zozobras y sufrimientos, al final todo había
quedado en nada, tan solo en un mar de lágrimas gratuitas que podían haberse
evitado con solo haberse sentado frente a frente en una mesa, haberse mirado a
los ojos y haber tenido la humildad suficiente como para intentar entender al
otro. Entonces él, alentado por las noticias que desgranaban los medios
diariamente, había satisfecho su afición a la escritura cabalgando sobre las
publicaciones de los periódicos o las imágenes de la TV. Lo de ahora, comparado
con aquello, le parecía un juego de niños caprichosos que no saben el poder del
juguete que tienen en sus manos. Además, él ya estaba jubilado, y la jubilación
es un seguro que mantiene la cohesión de un estado; no había de qué
preocuparse. No obstante, y a tenor de ese lastre que dejan todas las dictaduras
en el alma, un cierto atisbo de temor, como el eco lejano de tiempos pasados,
venía a incomodarle mientras alimentaba a las palomas. ¿Y si los militares de
hora se tomaban en serio eso de que el ejército es la columna vertebral que
mantiene la unidad de España? Sus labios se estiraron levemente en un gesto de
sonrisa irónica. Había crecido en una España de posguerra bajo el vacío eslogan
de UNA, GRANDE y LIBRE, y las notas del "Cara al sol con la camisa nueva"
al final de las clases, y esos pensamientos venían a ser la sombra alargada de
un miedo que, a fuerza de tenerlo presente, terminó por formar parte de uno
mismo, como el color de la piel o el tipo de pelo. El pasado estaba muy lejos,
el sufrimiento causado por las esencias idealistas de los pueblos había sido
mucho, y ahora, cuando España parecía escarmentada después de tan durísimas
lecciones, aquí estamos, jugando al borde de los mismos abismos y con el mismo
grado de imprudencia y ausencia del sentido de la responsabilidad, con el mismo
egoísmo y la misma estupidez arañando la piel de toro que nos sustenta. En un
gesto mecánico, sus ojos se posaron en el grueso tronco del gigantesco árbol
que le servía de dosel y pensó en Europa. Ahora sus labios dibujaron una
sonrisa abierta en su rostro, acarició levemente a una paloma que se había
pasado en su rodilla, pensó en sus hijos y la lucha que estaban librando por
encontrar su lugar en la vida, en Marta, la mujer que le abandonó después de
haberlo sido todo el uno para el otro, abrió su libreta y escribió: Tu libertad
es la mía, ojalá ambos seamos capaces de usarla sin hacernos daño.
Francisco
Murcia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario