domingo, 24 de septiembre de 2017

Soy buena persona

Soy buena persona
24 - 09 - 2017

¿Por qué me imaginé unos cipreses, dos a cada lado de la puerta de un cementerio nuevo, uno que ya no tiene ese aroma a muerte, a recuerdos enterrados, a hierba alimentada por los efluvios de los cuerpos sepultados. Este es nuevo, las cruces de mármol indican que los vivos de ahora son más ricos que los deudos de antaño, cuando la sopa de ajo era plato principal por ser el único. Pero sigo haciéndome la misma pregunta: ¿por qué imagino esos cipreses a las puertas del nuevo cementerio, no del viejo, si nunca un ciprés ha apuntado con su copa al cielo en este bendito pueblo? No sé por qué. Me vino a la mente así, de pronto, sin quererlo ni buscarlos ni desearlo, la imagen de muros ensangrentados, de unos hombres maniatados que apenas pueden tenerse en pie y cuyos ojos han sido cegados con jirones de tela sucia, y otros hombres apuntan con sus fusiles, como en un cuadro trágico de Goya, y esperan la orden: "Fuego". Un trueno al amanecer, y después todo en silencio, el silencio de los muertos, el silencio de las almas de los vivos que sienten el peso terrible de la vida que acaban de quitar. Los veo en mi imaginación y observo un gesto de cínica sonrisa, un rictus indefinible tras el que se esconde el miedo interior que anida, ese que los ha convertido en segadores de vidas por no ver segada la propia. ¿Por qué imagino yo esos cipreses tan a destiempo, tan fuera de lugar, y en un lugar tan desierto y triste como es el cementerio?

La brisa mece las copas de los cipreses, que parecen estar escribiendo su propia historia en las páginas del cielo, cárdeno en la hora de la muerte, la estúpida muerte sin sentido que unos se dan a otros, y que, por alguna extraña ironía, se produce justamente cuando el día nace, cuando las flores se enhiestan para recibir al sol, cuando los cielos se visten de rojo antes de ese inmenso azul donde cabalga el sol diáfano, limpio, espléndidamente hermoso; sí justamente cuando el sol anuncia su nacimiento, los hombres que siegan vidas recogen su tétrica cosecha. Después es el silencio, el sol transita los cielos y el silencio ahoga la tierra, silencio en las calles desiertas, en las casas, hasta en los campos la vida se detiene, no se atreve a dar un paso, pues nunca sabes dónde va a segar la hoz.

Un niño padece bajo las ruinas de un derrumbe, grita de pánico ante la proximidad de las llamas; un perro aúlla arrastrándose con un pata rota. Entonces viene ese hombre o mujer, ese ser humano que arriesga su vida por salvar al niño, que se compadece de los sufrimientos de ese animal, esencia de la inocencia más absoluta, pues no se puede atribuir responsabilidad a sus actos. Todo lo estamos viendo en la TV o por los múltiples canales que nos ofrece internet. Le damos ánimos al héroe, sentimos la misma tensión, la misma emoción viendo los ojos que recobran la vida a través de los suyos, y todos estamos mirándonos en los ojos de esa niña, o de ese perrito que aullaba de dolor. ¡Oh, Dios, qué gran desgracia!, un huracán ha devastado todo a su paso: viviendas, campos, escuelas, fábricas; no parece sino que el mismísimo infierno se haya desatado sobre las gentes. De inmediato, de entre los escombros, comienzan a surgir los supervivientes, sus miradas atónicas buscan otros seres humanos a quienes aferrarse, a quienes ayudar, con quienes llorar juntos la desgracia, con quienes rezar a Dios o maldecirlo. La noticia se extiende y las televisiones vomitan las tomas más dramáticas. Y nosotros sentimos la desgracia retrepados en nuestros cómodos sillones, hasta es posible que se nos escape alguna lágrima ante tanto sufrimiento. Queremos ver reír a esa niña rescatada de las llamas, acariciar a ese perrito con su patita rota, volver a ver el cielo diáfano después del huracán desatado y cómo surgen de nuevo las casas, las calles van tomando forma y nuevamente los tejados se elevan desafiando los vientos. Mande Vd. el mensaje "ayuda" a tal número, coste de la llamada: 2, 3 ó 4 €, y en un gesto mecánico como aquel que repetimos todas las mañanas al asearnos, escribimos el mansaje y lo mandamos al número indicado. No está mal, ya sabemos que es poco, pero muchos pocos hacen posible cosas que parecen imposibles. Así lavamos nuestra conciencia tal como nos lavamos la cara. Pero nos sentimos buenas personas al compadecernos de nuestros semejantes lejanos. No los conocemos de nada, no son amigos ni compañeros ni paisanos; tan solo son nuestros semejantes.

Cientos de rostros anhelantes, rostros oscuros, rostros de sufrimiento; cientos de manos buscando donde aferrarse. ¡Por fin, la salvación! Muchos de ellos han perdido la conciencia, otros no saben muy bien donde se encuentran; demasiados días flotando sobre las aguas, demasiados días bajo un sol abrasador, demasiadas noches soportando el húmedo frío del mar. Algunos cuerpos no se mueven ni volverán a moverse nunca, ahí, arrinconados entre el piso y los flotadores para dejar sitio a los vivos que miran con aprensión los huecos que van quedando. También eso lo vemos en TV, también esos son seres humanos sobre los que gravita una catástrofe que los está aniquilando. Claro, en este caso no se trata de un huracán, no se trata de un perrito lastimero que agita nuestras conciencias de buenas personas; se trata de esos negros que vienen a quitarnos nuestro trabajo, de esos morenos que vienen a invadirnos, de esos desarrapados capaces de hacer, por un euro la hora, los trabajos más indignos, se trata de defender nuestro territorio, nuestra civilización, nuestra cultura, nuestras costumbres y en definitiva, el pan nuestro de cada día. ¡Defendámonos de esta plaga!, claman abiertamente esas almas que se apiadaron del perrito con su pata rota. ¡Qué los manden a su tierra!, claman los mismos que lloraron viendo los ojos aterrados de la niña, mientras reflexionan sobre las últimas tendencias de la moda o el coche más adecuado a unas necesidades inventadas. Mientras se repasa mentalmente las firmas más afamadas, la TV arroja la noticia de un incendio en unos talleres de costura de Bangladesh que se ha cobrado la vida de más de mil trabajadoras. Más tarde nos enteraremos que muchas de esas trabajadoras que no conocemos, en las que nunca hemos pensado, son las que hacen posible que compremos nuestros modelitos a precios muy baratos para nosotros; para quienes los fabrican, el precio puede ser muy caro, hasta la propia vida.

Henos aquí compartiendo el sufrimiento de esa niña atrapada entre los escombros de un terremoto; henos aquí compadeciéndonos por la patita rota de un animalito; henos aquí, indiferentes ante las tragedia de las guerras; henos aquí construyendo muros, patrullando los mares con nuestra naves de guerra, buscando peligrosas y atiborradas pateras que vienen a quitarnos el trabajo; henos aquí atiborrándonos de propaganda y asumiendo las guerras como un mal inevitable. Pero eso sí, mandando un mensaje cada vez que nos suministran la ración de humanidad mínima necesaria para que sigamos siendo buenas personas.

Y yo pienso en los cipreses, y en que ya no quedan cementerios donde enterrar tantos muertos, ni tumbas lo suficientemente profundas que puedan contener tanta hipocresía. Las copas de los cipreses, mecidas por la brisa, seguirán escribiendo la historia de nuestra vida, la que cabalga sobre las tumbas de los desheredados. Suena el trueno de una descarga, los cuerpos caen al suelo, los desheredados siguen poniendo su sangre, siguen perdiendo la vida cuando la estaban buscando. Cojo el móvil, escribo la palabra ayuda y mando el mensaje al número indicado. Me siento buena persona. ¡Goooollllll! Y además gana mi equipo. En el móvil un mensaje, la ONG me da las gracias por mi contribución, una prueba de mi bondad. Sigo viendo el partido. ¿Para quién pedían la ayuda? Ya ni me acuerdo, pero soy buena persona.

Francisco Murcia.


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  Oh, las palabras 20 – 10 – 2023   Las palabras bullen dentro de mi como fieras enjauladas, van y vienen, se vuelven y revuelve...