En ausencia de poesía.
Ayer fue el día de la poesía y a mi me gusta escribir, mas
por razones que no vienen al caso, nada pude decir, y mis sentires andaban
perdidos por una prosaica cotidianeidad adversa, que casi hace naufragar la
frágil canoa de mi sentido común en un turbulento mar de casualidades, cuyas
caprichosas olas, animadas por unos vientos desconocidos y alocados de un
devenir no imaginado, a punto estuvieron de hundirme en los abismos de la
desesperación. Pero no lo consiguieron. En la cima de mis desventura pasajera,
brillaba la luz que me ha hecho escalar las laderas de la sinrazón sin perderla
en ningún momento, atravesando trochas oscuras, quebradas peligrosas donde las
avalanchas de negros pensamientos me invadían y jugaban con las sombras de la
noche.
Así fue y aconteció, que discurriendo en noche cerrada y sin
luna por senderos ignotos para mi, mi amigo de cuatro ruedas me transporta
raudo, horadando con sus ojos lacerantes la oscuridad de la noche. Le hablo
amablemente, -bien-, le digo, condúceme veloz por estos páramos desiertos que
no llego a vislumbrar, llévame en tus entrañas de metal, dame calor y
seguridad. Y él, mi amigo de metal, ronronea complacido y devora las líneas
amarillas como la gaviota las nubes surcándolas con sus alas. Ya estoy en el
camino cierto, ya puedo estar tranquilo, -pienso-. Mas no bien mi
pensamientos se había insinuado, antes
de que terminara de concretarse, mi amigo metálico dejó de obedecer mis
mandatos, y me quedé sin control sobre él. Noche cerrada, en algún lugar
de un territorio que desconocía, me dejó
tirado. -Mal amigo-, pensé yo mientras imploraba ayuda inmediata.
-¡Oh noche sin luna!-, me consolaba yo, -¡Que me has negado
la luz! Gracias por haber desterrado a las nubes, gracias por haber prohibidos
a los vientos que soplen sus frías brisas, gracias por haber deparado la
presencia de un semejante con el que poder departir mientras pasan los minutos,
muchos, hasta que llega la ayuda. Tan solo la luz prestada por la ciencia del
humano alumbra un corto trecho, lo demás es noche oscura, de boca de lobo
ansiosa de tragarme en su negrura. Y allí se queda mi coche, haciendo guiños a
la noche con sus cuatro ojos en destellos que agotan su corazón de metal, lo
queda exhausto, hasta que no puede más. Y cuando las manos expertas han
colocado sus piezas, ni siquiera un parpadeo, su corazón ya ha muerto, solo
quiere un funeral. Así llevamos en la grúa al inanimado cuerpo de mi coche,
fenecido en medio de la noche oscura, hasta el hospital de hierros de piñones y
metal, de cables, grasas y voces, de prisas y de carreras. Pero hay que ver con
qué esperanza, con qué ilusión esperaba el regreso de mi amigo. Porque he de
decir que su muerte tan solo es aparente, un síncope transitorio que me regaló,
como forma de protesta por el abandono en que le he tenido. Lo comprendo. Sale
del hospital de los hierros, runrunea suave, casi meloso; le acaricio su pedal,
y me regala un bramido acompasado, repleto de energía, alegre; un bramido que
me dice: -Ábreme ya las puertas, que la noche terminó y quiero rodar ligero
para levarte a tu pueblo, y no me abandones más que si tu a mi bien me cuidas,
yo sabré servirte bien, aunque sea de metal.
Francisco Murcia.
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