miércoles, 20 de diciembre de 2017

A mi amigo Antonio

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A mi amigo Antonio.
20 – 12 - 2017

Amigo Antonio,
necesito espacio y tiempo,
necesito sentimientos para llorar por los muertos, 
“pa” maldecir a los vivos que provocan tanto entierro.
Necesito el pedernal para endurecer mi alma
que la quiero de granito para observar a esos niños,
con sus cuerpos desmembrados y sus ojitos abiertos,
preguntándole a los cielos qué hacen sus almas ahí,
si su cuerpo está jugando al fútbol con sus amigos
en una calle vacía, a las puertas de su casa,
donde su padre y su madre le han puesto el plato en la mesa.

Amigo Antonio,
aunque me dieran todo el tiempo del mundo,
aunque fuera un lamprea pegada a la eternidad,
ni la eternidad daría para comprender tal furia,
tanta maldad destructiva, tanta mentira y soberbia,
tanto poder homicida.

Ayer fueron barracones en los campos de exterminio
de esta civilizada Europa, la de los altos valores,
la que pregona la paz  después de tanto delirio de rapiña y de maldad.
Ayer fueron las mesnadas de aquel imperio del norte,
que  puso y quitó gobiernos sometiendo al cono sur
al sadismo ilimitado de crueles uniformes,
formados en sus escuelas para la noble tarea
de pacificar a un pueblo que pide un trozo de pan,
dejando el alma en la tierra.

Salvar las economías del virus aterrador
del reparto de riquezas atendiendo a la razón
que el mandamiento de Dios puso al final de los diez,
“ama al prójimo como a ti mismo”, Eso fue lo que ordenó.
Pero haciendo caso omiso, se olvidó el hombre de Dios,
y dedicó sus esfuerzos, sin temor y sin pudor,
a depredar a los otros en su propio beneficio.

No, amigo Antonio, es mucha la eternidad,
pero es mayor la codicia en las almas asesinas,
y es desdicha la soberbia con que esas almas animan
los odios, muertes y guerras,
las mismas donde los niños,
esa planta primigenia donde crece la inocencia,
son segados como hierba que los grandes poderosos devoran y pisotean.
Los niños reventados por las bombas asesinas,
son solamente niños,
no son árabes, ni cristianos, ni judíos o budistas,
son solamente niños,
unos ojos inocentes que no entienden de explosiones,
ni de gases asesinos, ni de las grandes finanzas
que reparten el planeta en áreas de influencia.
Y nosotros los matamos,
bien desmembrando sus cuerpos o destruyendo
su inmaculada inocencia.

No sé si existe ese Dios, llámese como se llame,
que ha de juzgar nuestras vidas cuando a su puerta llamemos,
pero si es verdad que existe, también debe ser verdad,
lo que dijo Jesucristo:
que en el cielo no entrará ningún rico de la tierra.


Francisco Murcia.

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