
Un momento de silencio.
13 – 10 - 2018-10-13
Después
de darle a mi cuerpo un disgusto de más de ocho kilómetros de marcha y
regalarle la delicia de una ducha templada, he decidido que es el momento de
ocuparme del espíritu, así que me he sentado ante la pantalla, he buscado en
youtube a Beethoben, y las fuentes de su sensibilidad están manando a través de
las teclas de un piano, maravillosamente acariciado por alguien que para mi
resulta anónimo o anónima, pero a quien desde mi mesa, apenas levemente contrariado
por el suave rumor que viene de la calle, agradezco estos minutos de viaje por
la nube de los sueños. Las notas se suceden en cadencias alternantes,
contrapuntos de graves y agudos, ora rápidos y delicados éstos, moderados por
el deambular más lento, pero perfectamente acompasado, de aquéllos.
Mi
cuerpo está sentado ante la pantalla, dejando que el espíritu viaje por los
paisajes que le sugieren las notas, rocío de perlas que brillan en los albores
de una esperanza, lluvia que refresca los ardores de una realidad no deseada.
Resbalan blandamente por las transparencias de mi alma que suspira, recordando
los aromas de una musa que se pierde en la hojarasca. El compás de los graves
acelera y yo, mi espíritu, acelera el paso aferrándose a los agudos que llueven
en torrente acompasado, tratando de llenar esos fugaces silencios que quedan
entre la seriedad grave de los sonidos profundos, más melancólicos, pero más
certeros y poderosos a la hora de marcar los tiempos.
Me
siento volar sumergido en la vaporosa neblina de aromas que se pierden en el
recuerdo, deambulo por paisajes bucólicos que solo existen dentro de mi, y me
siento lejos de la prosaica realidad que discurre a solo unos metros, tras los
cristales de mi ventana, abarcando las infinitas distancias donde juegan mis
ilusiones y trenzan lazos de sonrisas las esperanzan que aún moran dentro de
mi.
No
me llegan los murmullos de los ruidos inconexos que me vienen de la calle, no
los percibo. Mi espíritu está viajando aunque mi cuerpo esté aquí, sentado, y
mis dedos se precipiten en cadencias alocadas sobre un teclado incapaz de
absorber el torrente de palabras que surgen del manantial de mis emociones.
Tengo que volver atrás muchas veces, las letras se tropiezan unas con otras, se
mezclan en una algarabía que mi espíritu, sumergido en la suave brisa de las
ondas, pasa por alto. Un delicioso momento de preciosa tranquilidad, donde los
recuerdos de mi musa emergen de algún lugar desconocido y se manifiestan en
toda su intensidad. Y claro, me la imagino a mi lado escuchando este piano,
sonriendo al dejarse llevar por la delicada cadencia de las notas, construyendo
conmigo, al cruzar nuestras miradas, ese mundo de ensueño que solo existe en la
nube donde ambos viajamos alguna vez; al menos, eso me dicen mis duendes,
insobornables archiveros de los momentos pasados.
Siguen
cayendo las notas, ora blandas, delicadas, llovizna que bebe el aire y suaviza las
formas; ora rápidas, empujando emociones para llenar sentimientos que crecen,
olvidando el murmullo de lamentos que se filtran a través de los cristales que
me aíslan de la calle. Huyen de entre las notas los cavernosos ecos de tambores
y timbales, pues no se trata de un himno para levantar los muertos; se trata
del discurrir, silencioso y escondido, de la savia que alimenta este árbol, ya
viejo, que aún revive con las notas aquellos minutos que ya están en el
recuerdo.
Oh
dedos anónimos que acariciáis esas teclas, que cabalgáis presurosos saltando
sobre el teclado, ¡no paréis, no detengáis vuestro paso!, leed fielmente el
libreto, recorred los sentimientos del creador al componer los arpegios que le
salían de alma, convertida en una nube, un rocío de sonidos con que regar el
silencio, y recordarle a los vivos que los muertos también hablan, también
tienen sus secretos.
Francisco
Murcia
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