
Caminando por La Rambla.
5 –
10 - 2018
Caminaba
por La Rambla
haciendo mi kilometraje mañanero y de pronto, me sorprendió un ¡hola! Eran las
siete y media de la mañana, aún el sol se estaba vistiendo para hacer su
aparición y las nubes comenzaban a teñirse de tonos rosas para recibirlo; los
restos de la oscuridad de la noche se estiraban en penumbras que se iban
disolviendo por segundos; los árboles carecían de sombra y sus gigantescos
perfiles se elevaban en una enmarañada, rala e hirsuta cabellera. Miro a un
lado, nada; miro a otro lado, nada; detrás me sigue una figura que no acierto a
distinguir, por la distancia, si se trata de un chico o una chica; delante,
unas caderas cimbreantes parecen tener prisa y se mueven tan rápido, que la
cola de caballo que corona la espalda parece tener vida propia.
¡Hola!
escucho. Vuelvo a mirar a mi alrededor, me paro, pongo atención, escucho
detenidamente cualquier susurro; pero nada. De pronto, dentro de mi, vuelve a
sonar ese hola. Ahora ya lo entiendo: ella se ha despertado, me ha dicho adiós
en su sueño y, abriendo la ventana, ha dejado un hola en el viento para que
llegue hasta mi. Sonrío, me acerco a uno de esos árboles gigantescos de
bonachona apariencia, le susurro un ¡hola! y le añado el delicado gesto de un
beso. Los árboles tienen conciencia universal, según leí en alguna parte,
transportan los mensajes fuera del espacio y del tiempo, y nunca se equivocan.
Es posible que ella se haya acercado a un geranio de hermosas flores rojas y le
haya confiado el hola que ha llegado hasta mi. Se estará duchando y el agua
hará que mi beso resbale por su mejilla y que el murmullo de un hola se deslice
en sus oídos. Si, estoy seguro: ella me ha mandado un hola y yo le mando mis
buenos días.
Y
sigo caminando. Ahora mis pies tienen alas, mi cuerpo flota bajo el dosel de
los árboles, mientras estos reconstruyen su sombra en alargados, alargadísimos
penachos, fantasmas de amables penumbras que se contraen lentamente, hasta
convertirse en sombras protectoras que alivian los rigores con que nos amenaza
el día. Y camino y camino. La Rambla
se va poblando. Chicos, chicas, mayores y pequeños; todos presurosos arriba y
abajo. Los veo a todos, pero no miro a nadie. Veo la cabellera suelta que juega
con el viento y veo las caderas que despiertan los deseos. Pero yo no miro a
nadie. Mi mirada, tú lo sabes, está dentro de mis sueños. Caminando por la Rambla yo recorro mis
paisajes, donde no hay semáforos ni coches ni estridentes vocinazos; solo un
perfecto silencio donde me llega el mensaje de un “Hola, ¿Cómo estás?”
transmitido para mi por uno de esos gigantes cuyas sombras me protegen. Ya ves
–te contesto- volando estoy en mis sueños, tratando de alcanzar tu imagen. Y se
lo cuento al gigante de ramaje enmarañado para que lleve el mensaje, acompañado
de un beso, hasta el geranio de tu ventana, y éste se lo preste al viento, y el
viento, aprovechando un bostezo, lo deposite en tus labios.
Un
dos, un dos, rápido, rápido. Mis pies casi no lo sienten y yo me siento volando.
¡Hola!, me ha dicho el árbol. ¡Buenos días!, yo le digo, para que lleve hasta
ti el rumor de mis latidos.
Francisco
Murcia
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