Solo
20
– 10 - 2018
Está
solo, observa la cocina, el fregadero donde aún están aparcados los últimos
platos con restos de fideos pegados, secos, ya no se acuerda cuánto tiempo
lleva ahí, observando esos restos, mirando su sombra ya encorvada mientras suena
en su mente una canción: “Échame a mi la culpa de los que pasa / cúbrete tú la
espalda con mi dolor”. El murmullo de la
TV, que nunca apaga simplemente para recordarse a sí mismo
que aún sigue vivo, suena muy lejos, en algún lugar de la casa que ahora mismo
se le antoja a kilómetros de distancia. Su sombra encorvada, quieta, le
recuerda aquel poema de Gustavo Adolfo Becquer, el poeta del romanticismo cuyas
rimas encendieron ilusiones en su juventud; ahora, frente a ese fregadero
conteniendo los últimos restos de su indiferencia por la vida, solo recuerda
aquello de: “¡Dios mío! qué solos se quedan los muertos”, y aquel otro verso:
“la luz, que en un vaso ardía en el suelo / al muro arrojaba la sombra del
lecho”
“Y
allá en el otro mundo”. Todo está en silencio, salvo un murmullo lejano que ya
no sabe de dónde viene, y sin embargo, dentro de él siguen aquellas notas que
retumban como truenos que le estremecen el alma. En el fregadero, un brillo
metálico, un fogonazo que golpea su mirada absorta, perdida en los recovecos de
imaginados paisajes de hojas secas, de otoños devorados por un gélido y eterno
invierno. “En el otro mundo”, y el fogonazo se hizo presente con maligna
claridad. Sí, tal vez, pensó, y la idea quedó flotando en el aire, una nube que
se evapora en medio de la niebla, un amago de realidad que se disuelve en las
oscuras penumbras de una pesadilla. Pero ahí estaba él, respirando sin saber por
qué, ni para qué ni para quién, y fuera de él, el brillo metálico esperándolo,
como la última puerta a los abismos del olvido.
“Que
en vez de infierno encuentres gloría” La gloria, ¿qué era eso de la gloria? De
pequeño había escuchado algo que el párroco explicaba con un catecismo en la
mano: un lugar de felicidad infinita, decía, un lugar donde nada te duele, no
hay enfermedades y todo el mundo se quiere. Al pasar esta idea por su mente, un
amago de sonrisa tensó ligeramente sus labios. Sí, sinceramente le deseaba la
gloria, al fin y al cabo él tenía la culpa de todo. Perdió la gloria el mismo día,
en el mismo momento en que los gestos hablaron y él no entendió el mensaje, no
leyó los “tequiieros” escritos en los detalles. Los detalles, esos detalles
ardieron en la pira de la ignorancia, y sus cenizas frías alimentaron el mar de
la indiferencia. Una orquídea surgía entre la bruma de sus recuerdos, una flor
hermosa, evocadora, uno de esos detalles con un mensaje que creyó grabado en el
sagrario del alma. Y de pronto la orquídea se precipita por el abismo de
extraños resentimientos. Gloria o infierno, ¿no hay puntos intermedios,
estaciones donde descansar, reponer las exiguas existencias de serenidad y
recomenzar la ruta? El destello metálico se ofrece como una maligna invitación.
“Y
que una nube de tu memoria me borre a mi” Revolvió esta frase en sus entrañas, vio
la nube tragándolo, disolviéndolo entre sus átomos que se perdían en un vacío
infinito. Y esa nube en perfiles difusos dibujaba su figura, la figura de ella,
la misma en la que se sumergió tantas y tantas veces, la misma de donde bebió
el néctar de la vida, la misma que alumbró las penumbras de tantas y tantas
noches entre arrullos de cortejos y susurros de “tequieros”. Y hora la nube se
alejaba dejando atrás el rocío donde escribió su nombre, borrando el torrente
de segundos con los que había construido la ilusión de un infinito que terminó
antes de tiempo. Antes de tiempo, pensó, y el reflejo metálico que yacía al
fondo del fregadero, como esperándolo, se le antojó como la única puerta por la
que huir de su agonía. Qué lejos quedaba aquella orquídea con su tarjeta y su
firma, qué lejos aquella sonrisa y aquel gesto de sus labios dejando un beso en
el aire.
“Sabes
a ciencia cierta que me fallaste”. No, no es cierto, pensó, mientras su mano,
en un movimiento del que no era
consciente, acarició con suavidad aquella hoja metálica. No, no es cierto, debía ser sincero consigo mismo, ella
no le falló, solo quiso seguir siendo ella y se negó al corsé del ideal que él
llevaba en sus sueños. ¿Cómo era el ideal con el que ella soñaba cuando le daba
la espalda? Se preguntó muchas veces cómo era él en realidad en la mente de
ella, cómo lo veía, lo pensaba y lo sentía. Se conformaba con cualquier
detalle, cualquier gesto que asumía como un signo de que las cosas iban bien,
que estaba en el corazón de ella aunque fuera como uno de esos muebles, ya
ajados, que estamos acostumbrados a verlos en el mismo lugar siempre, como una
pieza de un paisaje que ya no aspiramos a cambiar y que, por tanto, asumimos
como una condición natural de nuestro entorno. Debía asumir que no fue ella la
que le falló, sino él mismo, el que, autoinvestido de un paternalismo
asfixiante, paulatinamente fue yugulando cualquier síntoma de emancipación más
allá de los estrechos límites del hogar.
Terminó
de enjabonar perola, platos y cubiertos, y aquel brillo metálico desapareció
bajo la espuma. Aire, solo aire encerrado en evanescentes burbujas. Ellos dos,
en su burbuja, sin atreverse a romperla. Poco a poco se hizo irrespirable. Se
ahogaban sin que ninguno de ellos se atreviera a dar el primer paso. Ambos
pertenecían a la generación esa que creció bajo la consigna de: “hasta que la
muerte los separe”, y parecía que la muerte sería lo único que podría terminar
con la agonía de unos ojos que ya no se miraban, de un silencio donde
agonizaban sentimientos y deseos,
“Que
lo que prometiste se te olvidó”. Las promesas, aquellas semillas sembradas bajo
los pinos al calor de una intimidad entregada, iban decayendo bajo el tórrido
estío de las inercias, fuentes de donde emana la mortal indiferencia. Ella no
olvidó sus promesas, tal vez las dio por cumplidas y entendió que ya no había
más que hacer. Él, herido por la abulia de una vida sin sorpresas ni objetivos,
se dejaba ir, como los restos de un naufragio flotando sobre las olas. Dentro
de la burbuja el aire se hizo irrespirable. Por fin, ella rompió la burbuja. El
brillo metálico volvió a aparecer con maligna insistencia al fondo del
fregadero. Aquellas promesas en las que cabalgaron felizmente durante muchos
años se habían convertido en un peso imposible de soportar. Sin embargo, al
mirar adelante intentando buscar un horizonte más allá de la burbuja, solo se
veía un abismo, una sima oscura, el final.
Un
timbrazo prolongado y el reflejo metálico desapareció entre las burbujas del
fregadero. Se secó las manos y fue a abrir. Soy yo, escuchó por el interfono.
Íntimamente se alegró. Era su voz. Esbozó una sonrisa mientras pulsaba el botón
que habría la entrada del portal. Pensó que, por fin, la veía en su realidad,
tal como era, con sus capacidades a tope, sus ilusiones y su infatigable lucha
buscándose a sí misma. Sintió un enorme aprecio por ella, un poco oscurecido
por una tenue sombra de culpabilidad. Mentalmente le dio las gracias por
haberle salvado la vida dos veces: con el primer sí y con el último no.
-¿Qué
tal estás?
–Bien,
¿Y tú?
–Me
alegro. Bien, me encuentro bien.
Al
fin y al cabo, las promesas, aunque lejas, aún seguían viéndose en la
distancia. Aclaró los platos, y se dispuso a ver el partidazo por la tele.
Pensó en el reflejo metálico, bebió un sorbo largo de vino, y rió con ganas
para sí mismo mientras, en su mente, seguía el brillo de aquellos ojos que un
día fueron suyos.
Francisco
Murcia.