Ahora
ya es tarde.
Y
volvió a suceder. Surgida de no se sabe dónde, brotó incontenible una rabia
absurda por lo desordenada, por lo desbordante, por lo inaudita, por la
irracional carencia de motivos. Pero ahí estaba, violenta como un huracán,
dañina como el veneno acumulado en redoma escondida en el rincón umbroso del
laboratorio del odio, incisiva como el filo de un cuchillo bien afilado,
destructora, como helada tardía congelando el corazón de la flor. Yo escuchaba,
me rebelaba, me defendía de esa tormenta de palabras vomitadas a borbotones.
Entonces comprendí que el fuego del infierno seguía bullendo en sus entrañas y,
en medio de mi furor, sentí pena, y recordé las palabras de Jesús remontando el
estruendo metálico de los mazos al golpear los clavos: “Señor, perdónalos
porque no saben lo que hacen”; y yo pensé, por encima de la tensión que me
dominaba: debo perdonarla porque no es muy consciente de lo que dice.
Después,
la tormenta pasó, las bocas dejaron de vomitar palabras que nunca se debieron
pronunciar, los músculos se relajaron y el fuego se recluyó a las fraguas del
resentimiento, y allí se quedó, no sosegado, sino expectante, lamiendo con su
llama queda las grietas abiertas en el muro, ya muy castigado, de una entereza
que iba debilitándose más y más con cada tormenta. El paisaje de las emociones
había sufrido un cambio tan brutal, que tardaría mucho tiempo en recuperarse,
en todo caso, si lo lograba, nunca sería el de antes, nunca volverían a
florecer en él las mismas rosas, nunca volarían a él las mismas mariposas.
Serían otras flores, otras rosas, otras mariposas de colores menos brillantes,
más opacos y apagados, ya no volverían a ser los mismos colores, ni el arco
iris del nuevo paisaje sería el mismo. Ya todo pasó, se dice en un intento de
recuperar la cordura perdida; cierto, ya pasó todo, pero los arañazos que
desagarraron la piel de los sentimientos siguen ahí, y al menor roce comienzan
a supurar, dejando libre la ponzoña que se va acumulando en su interior.
¿Y
todo por qué? De todos modos es una de esas preguntas para la que nunca se
encuentra una respuesta. ¿Y qué más da, acaso importa? Qué mas da cual sea la
aguja que pique el globo cuando este está hinchado hasta sus límites, hasta la
uña del delicado dedo que quiere recogerlo con dulzura lo puede hacer explotar,
asustando la tranquila inocencia de las buenas intenciones. Porque sin darnos
cuenta, suspiro tras suspiro, brisa tras brisa, hemos ido acumulando más y más
vientos que quedan encerrados. Y todo queda dispuesto, solo el azar determinará
esa gota, ese soplo suave que ya no puede ser contenido y que desatará los
devastadores huracanes que arrasarán con todo asomo de entendimiento; solo la
sinrazón reinará como dueña y señora de ese desolado paisaje.
No
nos engañemos, pasados esos vientos, el paisaje queda huérfano de sol, huérfano
de calor; es un erial frío y desolado en
el que nada se puede sembrar que no esté destinado a parecer, sumergido en la
escarcha permanente de la simulación tan conocida como consentida, tan fría
como estéril, tan cruel como letal. Qué importa que el paisaje nos muestre
hermosísimos encajes blancos, es solamente escarcha, la extraña belleza fría
del sudario con el que enterramos los paisajes de otro tiempo, las bellas
mariposas que lo poblaron, la delicada melodía de aquellos susurros amorosos,
la intensidad de aquellas miradas, la dulzura de las sonrisas. Todo lo
enterramos bajo un manto de escarcha porque no supimos evitar nuestro invierno,
y cuando este se presentó, cada uno vimos en el otro el mensajero del frío, y
quisimos protegernos uno del otro, sin darnos cuenta de que lo único que
hacíamos era aumentar los gélidos rigores de los hielos.
Ahora
ya es tarde, ya los paisajes son otros; pero ninguno será como aquel primero
donde volaron las primeras mariposas bajo nuestro primer arco iris.
Francisco
Murcia.
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