
Robando palabras.
2 –
11 - 2019
Sentado
ante la televisión, aburrido, estaba zapeando de un canal a otro y de pronto,
me encuentro con una película: “El ladrón de palabras”. No sé bien de qué iba,
algo sobre un soldado que, como cosa insólita en el medio en el que se
encontraba, devoraba los libros sin importarle el tema o materia que
desarrollaran. En fin, yo estaba aburrido y pasaba de una canal a otro:
conflictos familiares, de pareja, fantasías imposibles, etc., etc. Entonces me
dio por preguntarme: ¿Alguien puede robar las palabras? Y comencé a pensar que
quien acumulara una gran cantidad de palabras verdaderamente tendría un tesoro;
tendría la posibilidad de nombrar todas las emociones, de calificar todos los
sentimientos, de inventar verbos capaces de expresar cualquier acción
imaginable. Verdaderamente sería rico, porque ninguna cualidad del ser humano,
ninguna vivencia posible o imposible, ningún ser o cosa creada caería fuera del
ámbito de las palabras.
En
algún libro de esos que quedan en el olvido cubriéndose de polvo, prendidos a
una memoria que ya va disolviéndose en el pasado por una sola frase o un
título, leí que las cosas no existen hasta que no son nombradas, primero es el
nombre, y sólo cuando existe el nombre puede comenzar la existencia de lo
nombrado. Recordad lo que dice La
Biblia , el libro más leído y más cuestionado de todos cuantos
se hayan escrito: “En un principio fue el Verbo” y “El Verbo se hizo carne”. Es
la palabra la esencia y nada puede existir que no pueda ser nombrado. “Hágase
la luz, y la luz se hizo”, primero fue la palabra, después fue la luz.
Sí,
robaría palabras, es decir, las estoy robando constantemente. Entro en mi
particular biblioteca PDF, busco a esos amigos míos que lo hubieran sido si me
hubieran aceptado como tal cuando existieron, cabalgo sobre sus letras, me
introduzco como ladrón en sus poemas, merodeo por los paisajes de sus cuentos y
leyendas, y de vez en cuando, les robo alguna palabra. Algo brilla entonces
dentro de mí, abro una página en blanco y dejó que el leve arroyuelo de mi verbo que comienza a
fluir, se extienda por ella y se extasíe cantando el vuelo de las mariposas, el
zig-zag caprichoso de una liviana libélula o el retumbar bronco y duro de un
cañón ante las hordas del mal. Todo es posible en el jardín de las palabras y
no me extraña que aquel soldado, sordo al trueno del misil, prefiera un rincón
apartado, una esquinita olvidada o un
penumbroso recoveco entre las rocas para acumular palabras. A veces tengo la
impresión de que las almas de aquellos que las usaron, las inventaron, las
escribieron y generosamente las regalaron, siguen ahí, vigilantes, para conocer
el uso que de ellas se hace. Tal vez por eso pesan las palabras cuando han sido
pronunciadas, porque algo dentro de nosotros nos dice: -¡cuidado!, has dicho
tal cosa y eres rehén de lo que has dicho, si juras en vano, el peso de la
palabra te aplastará.
Conviene
pues que sepamos que cuanto decimos y hablamos queda grabado en los ecos del
tiempo y de alguna forma, en algún momento, una voz nos recordará todo aquello
que dijimos.
Francisco
Murcia.
Interesante.
ResponderEliminar