Me siento como un niño con zapatos nuevos. Es mi primera experiencia en esta ventana abierta el mundo y la curiosidad, a mis setenta años muy cumplidos, me devora. Así, de momento, me gustaría gritarle al mundo todo lo que siento después de una vida que comienza a ser, afortunadamente, larga, cargada de experiencias, y haber sido testigo de un cambio trascendental en la humanidad que solo puede ser comparable con el momento en que ésta dominó el fuego o inventó la rueda o la escritura.
La nube, esa entidad etérea que solo existe en las ondas, nos contiene a todos o a casi todos, y contiene todo, o casi todo. Qué mundo tan distinto a aquel en el que la realidad solo existía a nivel del suelo, en el que todo era lo que parecía y los mensajes los llevaban los carteros o las palomas mensajeras; aquel en el que la rueda del teléfono, como una ruleta mágica, conectaba corazones y emociones. La nube es ese mundo en el que la realidad es y no es al mismo tiempo, en el que los sentidos ya no cuentan; una realidad que no podemos ver ni tocar, pero en la que nos movemos, charlamos, compramos, nos relacionamos. Y todo, sin movernos de los límites de las cuatro paredes de una habitación.
Ante esta realidad, cabe preguntarse sobre la humanidad del futuro, y no quiero imaginarla como una suerte de zombis que se han olvidado de calor de una mirada, la suavidad de un contacto, el arrullo de un susurro y, como no, la charla distendida y amigable ante un vasito de vino o una caña de cerveza. En fin, no quiero imaginar una humanidad en la que el tú esté tan lejos, que no percibamos su existencia.
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