viernes, 4 de agosto de 2017

Del anciano, los recuerdos.


Con frecuencia me viene a la memoria una de esas ocurrencias que un día paseaba por mi mente y yo, sin otra cosa que hacer, la cogí al vuelo, la guardé en ese apartado de la memoria donde guardo los remiendos retóricos para usos ocasionales, y ahí lo dejé, pesando que, como ocurre con la mayoría de esas frases que esporádicamente importunan los relajados paseos de jubilado, se cubriría de polvo al igual que el arpa en el ángulo oscuro silenciosa y olvidada. Pero no, no ha sido así. Y la razón tal vez se encuentre en la misma frase sentenciosa que hilvané sin mayores pretensiones y que es la siguiente: “Del niño, la fantasía; del joven, la ilusión; del maduro, la dura realidad; del anciano, los recuerdos.”

Con mis setenta años, colóquenme dónde les plazca, pero yo tengo claro a qué apartado pertenezco. Camino con la frente alta impulsado por mis recuerdos. Ese es el combustible que anima mi vida. Sí, ya lo sé. Todos hablan de proyectos, incluso yo lo hago alguna vez con un cierto atisbo de credulidad. Que hay que meterse en grupos de tertulias, que viene bien el voluntariado de la Cruz Roja, que debería volver a la universidad para hacer alguna carrera; total, el tiempo es lo de menos, me sobra, y no tendría que estar atosigado por aprobar o suspender; incluso llegué a pensar en hacer periodismo, ya saben, por entretenerme. Algunos, muy pocos, hacen todas estas cosas y los tomamos como referencia, lo cual es lógico. Pero la mayoría se olvidan que el camino recorrido para llegar a esos setenta años es diferente para cada persona, y que ese camino condiciona enormemente las etapas finales, mejor dicho, lo que resta para la etapa final.

Me siento como ese anciano buscando los últimos calores del hogar, al lado de las brasas que ya se van cubriendo de ceniza, que acerca sus trémulas manos para aprovechar mejor el poco calor que les queda. Esos son mis recuerdos, esas brasas que aún pueden lucir cuando la leve brisa de la memoria espanta esa tenue capa gris que las va cubriendo. Cuando miro a los lados, veo figuras que se alejan más y más, perdiéndose en la bruma de sus necesidades, de sus quehaceres, de su lucha por la vida, la misma que yo hube de lidiar cuando, embelesado, bebía los vientos por unos ojos que ahora, cuando me gustaría mirarme en ellos, no los encuentro, pasan mirando a otro lado. Pero yo sigo atizando esas brasas, aventando las cenizas mientras suspiro despierto, buscando aquellos recuerdos que me permitan seguir soñando, aunque ya sueñe despierto, recorriendo los caminos que guardo en ese rincón de la memoria donde se guardan las cosas que realmente importaron, aquellas que me marcaron y que marqué para apoyarme en ellas cuando, pasados los años, los azares de la vida pesaran tanto, que mis fuerzas muy menguadas ya no pudieran con ellos.

Si, del anciano los recuerdos. Nuevas amistades, dicen. Nuevos amigos, aconsejan. Haz planes, viaja, apúntate a una clase de baile. Sucedáneos, paraguas rotos que no detienen la lluvia de segundos que se escurre por las alcantarillas de la poca vida que te va quedando. No nos engañemos, hagamos planes para entretenernos mientras los hacemos; algunos, los menos, pueden llegar a ser una realidad y conformar una plataforma sobre la que poder aguantarse; la mayoría de ellos, paracetamol para el espíritu, unos momentos de falsa normalidad, y vuelta a lo mismo.

Pero los recuerdos no me fallan, siguen ahí; solo tengo que abrir el baúl donde los guardé para cargar de combustible los segundos que se van sucediendo. Y escribo porque ahora no quiero perderlos, porque ya no estoy seguro de poder retenerlos, ni tampoco lo estoy de que lo que revivo haya sido cierto tal y como lo recuerdo. Pero es igual, no importa si fueron ciertos, lo que importa es que los estoy viviendo de nuevo, y lo hago con intensidad. “Como si lo estuviera viendo”, ¿recuerdan la frase?. Pues sí, como si lo estuviera viviendo de nuevo. Veo los niños en el parque, el fuego en los picnics, los pinos alrededor, los saltamontes perseguidos por mis hijos, el asado de chuletas y su aroma, la madre troceando esos filetes en trozos muy menuditos para que los niños aprendan a comer sin llenarse la boca.

No, no estoy triste en medio de mis recuerdos, todo lo contrario, soy feliz navegando en solitario por el mar de mi memoria. De vez en cuando hago un alto, anclo el barco en algún puerto, y piso la realidad, la que vivo, la que respiro cada día, esa donde la verdad y la mentira no tienen un gran significado, tan cerca están la una de la otra, que se confunden con frecuencia. Pero estoy ahí solamente lo necesario, lo suficiente para saber que existe tierra más allá del mar de mis recuerdos y que algún día, lo quiera o no, he de desembarcar, cuando ya el mar de los recuerdos, abrasado por el inclemente sol de los años, esté a punto de secarse, cuando ya no sea posible navegar en él. Para entonces, tampoco importará mucho que el barco de mis recuerdos, falto de agua, encalle para siempre en alguna playa desierta donde ya no quede nada que merezca la pena recordar.


Francisco Murcia.  

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