Del
anciano, los recuerdos.
Con
frecuencia me viene a la memoria una de esas ocurrencias que un día
paseaba por mi mente y yo, sin otra cosa que hacer, la cogí al
vuelo, la guardé en ese apartado de la memoria donde guardo los
remiendos retóricos para usos ocasionales, y ahí lo dejé, pesando
que, como ocurre con la mayoría de esas frases que esporádicamente
importunan los relajados paseos de jubilado, se cubriría de polvo al
igual que el arpa en el ángulo oscuro silenciosa y olvidada. Pero
no, no ha sido así. Y la razón tal vez se encuentre en la misma
frase sentenciosa que hilvané sin mayores pretensiones y que es la
siguiente: “Del niño, la fantasía; del joven, la ilusión; del
maduro, la dura realidad; del anciano, los recuerdos.”
Con
mis setenta años, colóquenme dónde les plazca, pero yo tengo claro
a qué apartado pertenezco. Camino con la frente alta impulsado por
mis recuerdos. Ese es el combustible que anima mi vida. Sí, ya lo
sé. Todos hablan de proyectos, incluso yo lo hago alguna vez con un
cierto atisbo de credulidad. Que hay que meterse en grupos de
tertulias, que viene bien el voluntariado de la Cruz Roja, que
debería volver a la universidad para hacer alguna carrera; total, el
tiempo es lo de menos, me sobra, y no tendría que estar atosigado
por aprobar o suspender; incluso llegué a pensar en hacer
periodismo, ya saben, por entretenerme. Algunos, muy pocos, hacen
todas estas cosas y los tomamos como referencia, lo cual es lógico.
Pero la mayoría se olvidan que el camino recorrido para llegar a
esos setenta años es diferente para cada persona, y que ese camino
condiciona enormemente las etapas finales, mejor dicho, lo que resta
para la etapa final.
Me
siento como ese anciano buscando los últimos calores del hogar, al
lado de las brasas que ya se van cubriendo de ceniza, que acerca sus
trémulas manos para aprovechar mejor el poco calor que les queda.
Esos son mis recuerdos, esas brasas que aún pueden lucir cuando la
leve brisa de la memoria espanta esa tenue capa gris que las va
cubriendo. Cuando miro a los lados, veo figuras que se alejan más y
más, perdiéndose en la bruma de sus necesidades, de sus quehaceres,
de su lucha por la vida, la misma que yo hube de lidiar cuando,
embelesado, bebía los vientos por unos ojos que ahora, cuando me
gustaría mirarme en ellos, no los encuentro, pasan mirando a otro
lado. Pero yo sigo atizando esas brasas, aventando las cenizas
mientras suspiro despierto, buscando aquellos recuerdos que me
permitan seguir soñando, aunque ya sueñe despierto, recorriendo los
caminos que guardo en ese rincón de la memoria donde se guardan las
cosas que realmente importaron, aquellas que me marcaron y que marqué
para apoyarme en ellas cuando, pasados los años, los azares de la
vida pesaran tanto, que mis fuerzas muy menguadas ya no pudieran con
ellos.
Si,
del anciano los recuerdos. Nuevas amistades, dicen. Nuevos amigos,
aconsejan. Haz planes, viaja, apúntate a una clase de baile.
Sucedáneos, paraguas rotos que no detienen la lluvia de segundos que
se escurre por las alcantarillas de la poca vida que te va quedando.
No nos engañemos, hagamos planes para entretenernos mientras los
hacemos; algunos, los menos, pueden llegar a ser una realidad y
conformar una plataforma sobre la que poder aguantarse; la mayoría
de ellos, paracetamol para el espíritu, unos momentos de falsa
normalidad, y vuelta a lo mismo.
Pero
los recuerdos no me fallan, siguen ahí; solo tengo que abrir el baúl
donde los guardé para cargar de combustible los segundos que se van
sucediendo. Y escribo porque ahora no quiero perderlos, porque ya no
estoy seguro de poder retenerlos, ni tampoco lo estoy de que lo que
revivo haya sido cierto tal y como lo recuerdo. Pero es igual, no
importa si fueron ciertos, lo que importa es que los estoy viviendo
de nuevo, y lo hago con intensidad. “Como si lo estuviera viendo”,
¿recuerdan la frase?. Pues sí, como si lo estuviera viviendo de
nuevo. Veo los niños en el parque, el fuego en los picnics, los
pinos alrededor, los saltamontes perseguidos por mis hijos, el asado
de chuletas y su aroma, la madre troceando esos filetes en trozos muy
menuditos para que los niños aprendan a comer sin llenarse la boca.
No,
no estoy triste en medio de mis recuerdos, todo lo contrario, soy
feliz navegando en solitario por el mar de mi memoria. De vez en
cuando hago un alto, anclo el barco en algún puerto, y piso la
realidad, la que vivo, la que respiro cada día, esa donde la verdad
y la mentira no tienen un gran significado, tan cerca están la una
de la otra, que se confunden con frecuencia. Pero estoy ahí
solamente lo necesario, lo suficiente para saber que existe tierra
más allá del mar de mis recuerdos y que algún día, lo quiera o
no, he de desembarcar, cuando ya el mar de los recuerdos, abrasado
por el inclemente sol de los años, esté a punto de secarse, cuando
ya no sea posible navegar en él. Para entonces, tampoco importará
mucho que el barco de mis recuerdos, falto de agua, encalle para
siempre en alguna playa desierta donde ya no quede nada que merezca
la pena recordar.
Francisco
Murcia.