sábado, 17 de noviembre de 2018

Una sombra enamorada de la vida

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Una sombra enamorada de la vida.
17 – 11 - 2018

Sentado ante la pantalla, una tarde de un sábado lluvioso, de calles silenciosas y vacías, siento los gritos de la soledad en los silencios de las ondas y pienso en todas esas publicaciones de tantos y tantos anónimos y anónimas, porque aunque su nombre aparezca escrito en el frontispicio de la publicación y podamos indagar en los perfiles que nos ofrece facebook, lo cierto es que se trata en casi todos los casos de personas anónimas, de nombres que no nos dicen nada, de palabras e imágenes con las que rellenar las horas vacías, esas horas que quedan perdidas a las orillas del tiempo sin ninguna utilidad. De vez en cuando aparece una luz que ilumina el alma dormida que transita por ese páramo de inutilidades que es el muro. De pronto, un toc-toc, una llamada suave a las puertas de la abulia, y los goznes herrumbrosos suenan con el quejido de siglos concentrados en la fugacidad de un momento. Un poema, sí, es un poema. Y comienzo a transitar sus palabras y cabalgar a la grupa de sus versos. Una sonrisa se dibuja en mi rostro para celebrar la emersión de un sentimiento que permanecía oculto dentro de mi, tal vez porque no encontró la nota prendida en las cuerdas del arpa con la que poder vibrar, tal vez porque simplemente los gritos del silencio lo ahogaron, y ahí se quedó, escondido, temeroso de salir y morir aplastado por la general indiferencia o por un tropel de egos desbocados que en su estampida, galopan alocados sin ver el precipicio.

Sigo sentado. Las sombras, poco a poco, me rodean con su manto; las añoranzas cobran vida y los vientos del recuerdo disuelven  el polvo de los caminos donde escribí con mis huellas tantos nombres, y sembré tantas flores a mi paso, que serían suficientes para un hermoso jardín. Sin embargo, hoy solo flotan en mi vida algunos pétalos sueltos, descoloridos, cobrizos ya por el paso de los años, más propios para un testamento que para iluminar los espacios vacíos de mi salón. Pero yo amo esos pétalos y, a través de ellos,  sigo amando aquel capullo que les dio la vida, y dándosela a ellos, me la regaló a mi. Ahora, bajo el influjo de las penumbras de un atardecer lluvioso, sumido en el silencio de una calle que parece haber proscrito la presencia de la vida, escribo en esos pétalos cobrizos algunas letras, las justas, para que las sombras sepan que alguien pasó por aquí, tan solo fue otra sombra, la sombra de un algo que, tal vez, no se atrevió a ser un alguien, ese alguien borgiano que ni siquiera tuvo tiempo para morir, un alguien que no mereció epitafio, porque nunca escaló el peldaño de la nada para llegar a ser algo.

La tarde está fresca, la lluvia tamborilea en los cristales y un rumor suave como de música, sin notas, sin pentagramas, sin cadencias estudiadas,  inunda mi alma solitaria en estos momentos. Me dejó llevar por la suavidad de ese rumor y siento que los versos, cuyas simientes quedaron enterradas en el polvo de los años, emergen de entre las ruinas y los escombros de tantas horas perdidas. Entonces me siento vivo, surge la poesía y hasta veo en el difuso reflejo que me prestan los cristales, los perfiles de un rostro que me mira, sonríe y me dice que soy alguien, aunque solo sea ese alguien casi nadie, que ni siquiera tuvo tiempo para morir. Es posible que al final si merezca un epitafio: “Aquí yace el cadáver de una sombra enamorada de la vida”.


Francisco Murcia.

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