Relato corto.
27 – 03 - 2016
Él habla mucho, aparece simpático,
jovial. Ella permanece callada y con la mirada baja. Su padre, al que han
venido a visitar, sufre las secuelas de un ACV: parálisis del lado derecho y
terribles dificultades para comunicarse; sin embargo, sus funciones mentales
permanecen correctas. Él ocupa todo el espacio con su verborrea, su fingida
animación y sus ansias de protagonismo. Y yo me fijo en esa mujer callada cuya
mirada parece querer perderse en el subsuelo contemplando la imaginaria tumba
donde, tal vez, le gustaría desaparecer, sumergirse con ese padre que, en el
dolor de su soledad, suplica que alguien le ayude a morir. Se pasa las horas
muertas junto a la ventana de una antigua mansión reconvertida en residencia de
la tercera edad, parece haber tomado posesión de ese lugar y lo asume como algo
que le pertenece y que nadie tiene derecho a arrebatarle. La ventana es el
único gancho del que cuelga el último retazo de vida que le queda. Mira a su
hija y se le escapa una lágrima, sin un gesto, sin una mueca que trascienda al
exterior el dolor que le embarga.
Frases cortas, preguntas
rápidas que no esperan respuesta, pose dominante que, dado el escaso tamaño de
la persona, se me antoja ridículo. No hay una palmadita amistosa para su
suegro, para ese hombre vencido que implora su propia muerte; no se observa
ningún gesto de compasión. Para él, el viejo de la silla, el padre de su
esposa, no existe.
Me hubiera gustado leer en
los ojos de ella, penetrar en su mirada. Pero no levanta la cabeza, sus ojos
siguen taladrando el suelo. Imagino un inmenso vacío, un espacio de sombras, un
torrente de voces ahogadas, un manantial de lágrimas seco, una vida que se
apaga en silencio ante la falsa exhuberancia de un marido que ni siquiera la
mira, y si la mira, no la ve; no quiere verla porque en el fondo tiene miedo,
miedo a enfrentarse a la realidad que esconde. Su protagonismo bufo, le crea la
ilusión de ser algo, ilusión que se
mantiene sobre la humillación de ella.
Miro aquella figura de mujer
empequeñecida, apagada bajo el torrente de falsa personalidad que exhibe el
marido, anulada por su verborrea incontenible y por una exhuberancia gestual
más propia de un escenario de una obra cómica que de la situación de
sufrimiento en la que se ven inmersos padre e hija. Me imagino el universo
vibrante que hay detrás de ese silencio, las lágrimas derramadas en la
oscuridad de la noche, las flores que engalanan los caminos imaginarios por los
que transita en sus horas de soledad. Me imagino la noche en su alma al tener
delante al marido, su deseo de sumergirse en la nada antes que la entierre la
indiferencia o la humillación a que se ve sometida.
No recuerdo haber oído su
voz, ni siquiera para preguntarle a su padre, aunque la respuesta de este quede
colgada en la mirada de unos ojos que penetran donde las palabras no llegan.
Tal vez se hablaron con los ojos, esa corriente de intimidades que circula
entre dos personas al margen del mundo que los rodea. Sí, es posible que ella
le transmitiera todo su dolor. Su padre lo sabe, lleva demasiado tiempo leyendo
en los ojos de esa hija, demasiado tiempo soportando la ópera bufa de ese
personaje que alimenta su ego con las lágrimas de ella.
-Bueno, que se mejore- Dice
él dando por terminada la visita.
Ella se acerca a su padre,
sus ojos se encuentran y ambos se sienten fundidos el uno en el otro. No hay
palabras, ¿para qué? ya se lo han dicho todo. Con un beso suave en la mejilla,
ella le transmite todo el calor humano que lleva dentro y se despiden, no saben
si por última vez.
Francisco Murcia.
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