viernes, 9 de febrero de 2018

La levedad del yo


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La levedad del yo.
8 – 02 - 2018

Me gusta que te sientas como ese ángel que ha abierto las puertas de mi reconciliación con mi propio yo. Nadie sabe lo que cada persona lleva dentro de sí. Somos libros cerrados destinados a no ser leídos por nadie, aunque estemos ansiosos de que nuestra páginas sean abiertas y transiten por ellas tantas y tantas almas que, sin duda, esconden también sus propios estigias, sin que aparezca ningún creonte que se atreva a conectar con su barca las dos orillas, aquella en la que somos los que representamos con esa otra, en la que representamos lo que somos. Y así quedamos en uno u otro lado; cuando estamos en una, penamos mirando a la otra, siempre nos falta algo. Y es que el yo verdadero está enterrado en los sótanos de un yo fabricado a modo de vehículo para transitar por la vida que nos ha tocado en suerte. 

Como personajes secundarios en una obra mil veces repetida, estamos en el escenario de la vida repitiendo los gestos mil veces interpretados, como guiñoles manejados por dedos invisibles. Buscamos un poco de calor en los que nos rodean, en toda esa muchedumbre de muñecos. De vez en cuando creemos hallar una mirada que nos habla, un gesto que nos invita a penetrar en un yo verdadero, un grito en el silencio que ansía ser escuchado. Pero pasamos de largo, inmersos en el papel anodino sin el cual nos sentimos perdidos.

Recuerdo en estos momentos esa novela: “La insoportable levedad del ser”, del Sr. Kundera. Ciertamente nuestro yo parece ser una pompa producida por una gota de lluvia y sacudida por los vientos tempestuosos de una tormenta. Participamos de esa levedad, de ser y no ser al mismo tiempo, de un pequeño recinto de espacio que ha quedado encerrado en la aérea membrana que nos separa del infinito. Que dos pompas se encuentren y se fundan sin disolverse instantáneamente es muy raro, Por eso, querida, el que el destino nos haya unido y nos haga vibrar con las mismas notas, suspirar con la misma brisa, gozar con los mismos paisajes contemplando el mismo horizonte, es cosa que solo los arcanos de nuestros respectivos destinos deben de saber; a nosotros solo nos toca juntar nuestras manos, mirarnos a los ojos y darle las gracias a nuestros albures por haber dispuesto un papel distinto para nosotros en el escenario del gran teatro del mundo.

Perder esta oportunidad es perder la escalera al infinito, es quedarse abajo, en las sombras, escondidos en nuestra inútil levedad, sumergidos en la penumbra de lo cotidiano, en un mar en calma, una calma incapaz de hinchar las velas de un barco que busque nuevos puertos, esa calma en la que ya no queda nada nuevo que escribir, ningún cuento que contar, ningún duende que nos haga sonreír. Agarremos pues la barca de Creonte, pasemos al otra orilla, vayamos al encuentro de ese yo, nuestro yo que nos espera, aquel que ansía romper la membrana del tiempo y fundirse en un abrazo con la eternidad. Porque no olvidemos que la eternidad puede caber en un momento. Cuando dos almas se encuentran y se funden; entonces, deja de existir el tiempo.


Francisco Murcia. 

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