La eternidad en un beso.
14 – 02
- 2020
¿Volverá
algún día? No lo sé. A veces, insinuándose las clareas del alba por los
resquicios de mi ventana, me levanto, retiro las sábanas que ahora siempre me
parecen frías, y abro los postigos casi con precipitación, como si ella
estuviera esperando al otro lado aterida por los fríos del amanecer. A lo
lejos, muy lejos, el cielo se debate entre cárdenos y azules, y el roció aquí
mismo, bajo mi ventana, comienza a escribir las notas de un nuevo día, otro
más, y así van tantos que no los puedo contar. A veces me digo que así es
mejor, que soy más libre, que ya no hay límites que detengan mis sueños.
¡Pobre
iluso! Cuando se ha apagado el ocaso y miro al cielo, veo esos luceros que contábamos
uno a uno sentados, ella a mi lado y yo, perdido entre sus aromas, repetía:
uno, dos, ¿y aquel que brilla allá lejos?, preguntaba. Es Venus, le respondía,
es el lucero del alba. ¿Cómo puede ser del alba si lo vemos al ocaso? Porque es
el primero que sale y el último que se marcha. Y mientras mira el cielo yo me pierdo
imaginando la dulzura de su cuello, peinando la mata de pelo que se derrama a su
espalda, bebiendo con mis anhelos los reflejos, que como duendes traviesos se
dibujan en sus ojos.
Pero
todo eso fue hace tiempo. No sé cuánto porque no quiero contarlo, por no
escribir más páginas en los días de mi vida. Abro la ventana cada día y cada
día, lo hago esperando al otro lado su imagen, sus ojos con el cielo reflejado,
su cuello de nácar donde dibujar un beso. Pero sólo está el roció jugando a la
eternidad con esos rayos de sol, y me dan pena las gotas que sonríen al verdugo
que les ha de dar la muerte; tal vez saben, que terminado el ocaso, la luna
devolverá lo que el sol les ha robado. Sí, tienen suerte las gotas de rocío, pueden
morir y nacer mil veces, diez mil veces, y muchas, muchas más, tantas, que ahí
siguen escribiendo los colores de la aurora
y recogiendo la imagen de los siglos, más allá de la fuente los tiempos.
Los
tiempos, aquellos fugaces momentos donde encerramos, entre las mieles de un
beso, un trozo de eternidad. Yo guardé en mi corazón su pizca de eternidad. La
tengo aquí, conmigo, contando cada latido: uno – dos, uno – dos. Así, paso a
paso, camino, mientras repaso aquellos luceros del cielo que contábamos
juntitos, ella a mi lado y yo, cabalgando en su perfume, robando la eternidad
que sellamos con el beso. Mi eternidad, ¿dónde quedó? Yo se la di completa,
toda entera. ¿No pesa en su corazón, entre latido y latido, el suspiro de aquel
beso? Tal vez solo fuera una sombra que en mis noches convertí en la frágil
mariposa que fabriqué entre mis sueños.
Eso fue
hace mucho tiempo, aunque ya no sé cuánto porque he dejado de contarlo. No
quiero ser el notario de la esperanza perdida. Sigo abriendo la ventana para que
diga el rocío cómo vive por la noche y muere al venir el día. Sigo viviendo en mis sueños, muriendo al venir
el día, pero abro mi ventana con los luceros del alba, porque queda la
esperanza del trozo de eternidad que yo guardé en aquel beso.
Francisco
Murcia.