¿Se puede vivir de un sueño?
8 – 03 - 2019
Domingo volvió a la
tranquilidad de sus horas en el parque, al murmullo del ramaje por encima de
él, sobre el banco en el que siempre lo podían encontrar las palomas que venían
presurosas; sabían de sus gestos, de esa mirada perdida que solo se animaba con
sus aleteos, y del puñadito de arroz que parecía llover cuando ellas se
acercaban. Pasaron los días, los sueños se iban apagando a medida que las
certezas adquirían la pétrea firmeza de la lógica, de lo dolorosamente
inevitable, de la infalibilidad que se desprende de una ecuación bien
planteada. Volvió a repasar por enésima vez las imágenes de unos recuerdos que,
poco a poco, se iban disolviendo en el tiempo, pero que aún mantenían un cierto
halo de realidad, de que hubo un día en su vida, que la vida le proporcionó un
respiro, un amago de eternidad, y conoció el bello rostro de un azar en el que
nunca había pensado.
Volvió a repasar como hacía
todos los días, a todas las horas, el tacto de aquellos labios; sí, bajo un
árbol, con murmullo de ramaje y aromas de azahar, aquellos ojos semicerrados
que parecían soñar, aquella piel delicada, aquel suspiro que se clavó en sus
entrañas antes de perderse entre la brisa y las palomas del parque. Si, las
palomas; también había palomas. Volvió a extender otro puñadito de arroz, a
perderse en los arrullos y suaves aleteos de las aves, mientras escuchaba con atención
los rumores del ramaje, y en más de una ocasión le pareció oír un “tequiero”. Todo
era una ilusión, los últimos retazos de un sueño que se desvanecía, mientras
sus raíces penetraban hasta lo más profundo de su ser.
¿Se puede vivir de un
sueño? Se lo había preguntado muchas
veces bajo el dosel de las ramas. Claro que se puede vivir de un sueño, se
había respondido a sí mismo. Se sentía dueño de sus sueños, el único lugar
donde la libertad no es una construcción metafísica, no es un imposible ni se
halla limitada por nada ni por nadie. Ahora, cuando ya estaba lejos de las
turbulencias del río de la vida en el que había, más que nadado, flotado, dejándose
llevar por la corriente tratando de evitar los remolinos peligrosos, reposaba
su sosiego bajo la umbría acogedora del ramaje con la vista perdida en esos
jardines que solo existían en sus sueños. Hubo un día en que tocó esos
horizontes, un día en el que el azar se convirtió en un cuerpo anhelado y
deseado, en unos ojos que iluminaron esos recovecos oscuros donde se escondían
las lágrimas surgidas de las derrotas. Fue algo fugaz, pero determinante; una
sonrisa que resarció tantos y tantos años de sombras pobladas de fantasmas
inventados. Aquella sonrisa quedó en sus sueños para siempre, y ahora, cuando
se pregunta si se puede vivir de un sueño, la respuesta es inmediata: sí, se
puede vivir de un sueño, y es posible que sea el sueño la única razón por la
que merezca la pena seguir viviendo.
Francisco Murcia
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