lunes, 7 de septiembre de 2020

Una falsa calma

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Una falsa calma.

7 – 09 - 2020

 

Una falsa calma me embarga, esa calma que está a la expectativa de algo, pero no sabe de qué, tampoco sabe por qué. Escucho el siseo persistente del ventilador que, en vano, lucha contra los ardores de un viento suave y caluroso que entra por la ventana. Alguien en la TV anuncia no sé qué de desastres naturales, hay una sonrisa en pantalla de un rostro bonito, y pienso que hasta la muerte debe ser presentada con cierta armonía, con un deje de belleza como antesala de las imágenes que intentarán remover las vapuleadas conciencias de los inocentes que, machacados una y otra vez por solicitudes de colaboración, terminan por sentirse culpables de desastres en los que nada tienen que ver. Es curioso como la culpa se derrama vertiente abajo por las laderas de la pirámide social, mientras el vértice permanece impoluto y brillante, muy alto, muy alto, tanto, que ya no percibe los cimientos en los que se asienta.

 

Pero yo sigo en calma, rememorando aquellos versos del insigne, y en su juventud malogrado, poeta Espronceda: “Allá muevan feroz guerra /cien reyes por un palmo más de tierra / que yo tengo aquí por mío / cuanto abarca el mar bravío / a quien nadie impuso leyes”. Así me siento, como una hoja otoñal que pasea sus ocres de moribunda disfrutando de la inmensidad de la nada, de saber que, aunque ya no haya puertos, no importa; la plena felicidad es contemplar el cielo como la puerta del infinito, como la entrada a esa eternidad que anhelamos y en la que, en secreto, creemos por encima de las evidencias físicas. Al fin y al cabo, nos decimos, ¿acaso la humanidad no se ha pasado el tiempo cosiendo y descosiendo verdades absolutas? Ante este pensamiento, sonrío en la soledad de mi retiro mientras el siseo del ventilador sigue hablándome de serenidad.

 

Percibo los ecos apagados de risas y voces, amortiguados por el doble cristal de mi ventana, y pienso que la eternidad es una sucesión infinita de momentos que pueden surgir hasta del fondo de un vaso de cerveza o en los posos de un café que auguran el mensaje de un adiós. Ya no es tiempo de remar con brío, ya no hay puerto al que arribar, tan sólo hay cielo y ese balanceo suave de las olas que me acuna; ya no hay noche, ya no hay luna, tan sólo hay el arrullo de una voz que me llama en el silencio.

 

Francisco Murcia. 

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