
Sentido común.
8 – 10
- 2019
La
verdad es que tengo ganas de escribir y no sé muy bien por qué, porque tengo
que decir que no encuentro mi espíritu tan necesitado de expansiones
dialécticas ni de sonrisas equidistantes entre el aburrimiento y la desgana como
para buscar refugio en la siempre condescendiente página en blanco que, como se
sabe, aguanta todo lo que le echen. Y no sé sobre qué escribir porque, dicha
sea la verdad, no es mi sabiduría tanta ni a tanto llega mi talento que puedan
salir de esas fuentes más allá de cuatro palabras seguidas con un atisbo de
sentido común, entendiendo por sentido común aquel que tenemos la mayoría de
los mortales y que dejamos bien guardado en algún lugar recóndito de nuestras
interioridades, no sea que de usarlo mucho se nos vaya a gastar y luego, cuando
nos veamos en situaciones de auténtico peligro para la integridad de nuestro
ego, no encontremos esa herramienta lustrosa y bien afilada para hacer frente a
semejantes adversidades y perezcamos en las simas del más espantoso ridículo,
donde encontraríamos el llanto y crujir de dientes del que alguien ya dijo que
sería la pena de todos aquellos que, envalentonados por su inteligencia y
derrochando el poco sentido común del que disponían, negaron la existencia de
todas las divinidades, del más allá y del más acá, y se asentaron en el
discutible hecho de que no había más cosa que las cosas que se podían observar
a nuestro alrededor, lo que se podía ver y tocar. Así que, para no caer por el
precipicio de la excesiva cordura, que no me conduciría más que a las
oscuridades insolubles donde se ahoga toda racionalidad y fallan todos las
leyes físicas conocidas y probablemente las que por conocer están, mejor dejar
un resquicio por donde lo inexistente, lo no visto, tocado, gustado o sentido,
tenga su oportunidad de ser, no del modo a como el sentido común del común de
los mortales estima y juzga la
existencia de algo, sino al modo de cómo los soñadores crean sus mundos,
etéreos, fantásticos, dinámicos y sobre todo luminosos, y curiosamente, los
crea en las más profunda oscuridad de la noche, cuando el silencio se apodera
del ámbito de la racionalidad y abre las ventanas de los antros donde se
esconde ese yo, siempre oculto, siempre cohibido, siempre temeroso, que es la
antítesis de ese sentido que está obligado a observar y que, para que no se
diga de él, usa a su pesar en cuanto nota unos ojos que le observan, escucha
unas voces cercanas o debe expresar su parecer acerca de si la vida es lo que
es o puede ser otra cosa.
Y eso hago:
dejar esa rendija para que la locura se asome subrepticiamente, de cuando en
cuando, sin pretensiones de protagonismos no buscados, a los bordes de la
razón, de modo que venga a ser como esa voz interior que le dice, como el
esclavo al emperador: “recuerda que eres un hombre” y como hombre no puedes
conocer la razón y naturaleza de todo, porque tú mismo eres una consecuencia de
la pizca de locura que algún dios se permitió, tal vez porque intuyó que al
final, cuando ya no quedara nada que saber, que conocer, que discernir o que
crear, se habría terminado su razón de ser.
Es por
ello que, de tanto en tanto, me acerco a las nubes y juego con ellas, hago
castillos con sus gotas, enlazo mis cuentos en un fugaz relámpago y escribo en
el viento los cuentos que nunca contaré, cuentos de locos y locas. Y no los voy a contar porque mi sentido común
me lo impide, me llamarían demente, y yo de mente creo andar bien, son los
otros los que, ahítos de razones y cargando con
las pesadas leyes de la lógica, incapaces de mantener a raya la tiranía
del qué dirán, inscribirán mi nombre en la lista de los idos, siendo así que
nunca me fui ni voy a ninguna parte, tan solo paso la noche, cuando se instala
el silencio y la luna no hace sombras, atisbando la rendija por donde asoma esa
pizca de locura que me mantiene tan cuerdo.
Francisco
Murcia.
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