viernes, 7 de junio de 2019

La fugacidad de un te quiero

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La fugacidad de un te quiero
28 – 05 - 2019

No hay eternos más fugaces ni más entregados que los del amor. Todos ellos son sinceros, todos ellos llevan escrito en cada latido el siempre ese que no dura más que los segundos del último suspiro. Sin embargo nos los creemos, y nos los creemos porque necesitamos creerlos. ¿Qué sería del amor sin esa entrega que imaginamos eterna y que dura solamente lo que duran los segundos que se tarda en pronunciar la frase, mientras aún está fresca la humedad en los labios del último beso? ¡Te amaré siempre!, decimos arrobados, conjugando las palabras con el murmullo que deja el roce de unos labios en el rojo encarnado de ese lóbulo, que espera ansioso un anticipo de los anhelos que imagina. ¡Siempre te amaré!, escuchamos, condensando cada átomo que te trae la brisa, transportando los aromas que cabalgan los senderos de los íntimos deseos. Y sin embargo, ambos saben, él y ella, que la eternidad que prometen solo durará un momento, apenas un suspiro en el reparto del tiempo, apenas el leve vaivén de una hoja con la que juega la brisa. Pero nos lo creemos, y lo creemos porque necesitamos creerlo, porque sin esos momentos, tal vez nuestra existencia estaría tan vacía y sería tan baldía, como lo es ese pétalo desprendido del capullo que, seco y sin los aromas que lo hicieron generoso, se ve vagando en el éter, como una muestra funesta de lo que el tiempo depara cuando saltas del capullo sin motivos ni destino.

¡Pero qué bien suena! ¡Siempre te amaré! Escuchamos, y respondemos, ¡siempre te amaré! Y condensamos en esos segundos toda la eternidad, la única en la que podemos creer, la única en la que merece la pena creer. Todo lo demás es accidental, momentáneo, prisionero de las leyes crueles que lo condenan a la inexistencia, al no ser, porque en realidad, nunca han tenido la esencia que les permitía ser.

Porque ser y estar son diferentes. Están los jardines mientras los miramos y las flores nos regalan un trocito de hermosura; está la mesa en la que tomamos café mientras dibujamos en el humo los perfiles que seducen; está la enfermedad, que te recuerda que tu cuerpo también está, solamente está, y como tal, está destinado a perecer; está todo lo que te rodea, hasta el viento que transporta ese “tequiero” que has incorporado a la esencia de tu ser. Y es que el amor pertenece al ámbito del ser, no del estar. Uno, cuando se enamora, deja de estar, es un alma abierta, que ha introducido en su ser ese segundo eterno que unos labios escribieron en el umbral de su esencia, y deja de ser lo que era para ser alguien distinto. Desde entonces, dos seres se funden en uno, y todo lo demás sobra, no existe. El ritmo de los eones para su reloj, arranca el segundo de las corrientes del tiempo y lo guarda en el sagrario donde se adora lo eterno.

Fuera, los segundos seguirán pasando, y los días y los años se sucederán sin pausa, la piel se arrugará, lo susurros quedarán convertidos en gemidos de agonía y aquellos ojos que contemplaban el paisaje mirando dentro del alma, perderán su transparencia, perderán el brillo que regalaron cuando un “tequiero” surgió de unos labios generosos. Pero aquel segundo, el estuche donde se guarda esa pizca de lo eterno, ahí seguirá guardado, en el sagrario donde el tiempo no transcurre y el infinito es posible.

El contacto de los cuerpos firma con sangre lo inevitable del tiempo, lo que transcurre, lo que nace, crece y finalmente muere; cantan los latidos, en ritmos acompasados, las canciones de la vida y nos vemos navegando en mágicos universos. Y entonces nos lo creemos: ¡Siempre te amaré! Pero sólo es un deseo, un anhelo, tal vez la expresión del primero de los miedos: no te vayas, porque si me quedo solo, ya no seré en mi esencia y tal vez no recupere el ser aquel que yo era cuando tú escribiste un “tequiero”.


Francisco Murcia.

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