La fugacidad de un te quiero
28 – 05
- 2019
No hay
eternos más fugaces ni más entregados que los del amor. Todos ellos son
sinceros, todos ellos llevan escrito en cada latido el siempre ese que no dura
más que los segundos del último suspiro. Sin embargo nos los creemos, y nos los
creemos porque necesitamos creerlos. ¿Qué sería del amor sin esa entrega que
imaginamos eterna y que dura solamente lo que duran los segundos que se tarda
en pronunciar la frase, mientras aún está fresca la humedad en los labios del
último beso? ¡Te amaré siempre!, decimos arrobados, conjugando las palabras con
el murmullo que deja el roce de unos labios en el rojo encarnado de ese lóbulo,
que espera ansioso un anticipo de los anhelos que imagina. ¡Siempre te amaré!,
escuchamos, condensando cada átomo que te trae la brisa, transportando los
aromas que cabalgan los senderos de los íntimos deseos. Y sin embargo, ambos
saben, él y ella, que la eternidad que prometen solo durará un momento, apenas
un suspiro en el reparto del tiempo, apenas el leve vaivén de una hoja con la
que juega la brisa. Pero nos lo creemos, y lo creemos porque necesitamos
creerlo, porque sin esos momentos, tal vez nuestra existencia estaría tan vacía
y sería tan baldía, como lo es ese pétalo desprendido del capullo que, seco y
sin los aromas que lo hicieron generoso, se ve vagando en el éter, como una
muestra funesta de lo que el tiempo depara cuando saltas del capullo sin
motivos ni destino.
¡Pero qué bien
suena! ¡Siempre te amaré! Escuchamos, y respondemos, ¡siempre te amaré! Y
condensamos en esos segundos toda la eternidad, la única en la que podemos
creer, la única en la que merece la pena creer. Todo lo demás es accidental,
momentáneo, prisionero de las leyes crueles que lo condenan a la inexistencia,
al no ser, porque en realidad, nunca han tenido la esencia que les permitía
ser.
Porque ser y estar
son diferentes. Están los jardines mientras los miramos y las flores nos regalan
un trocito de hermosura; está la mesa en la que tomamos café mientras dibujamos
en el humo los perfiles que seducen; está la enfermedad, que te recuerda que tu
cuerpo también está, solamente está, y como tal, está destinado a perecer; está
todo lo que te rodea, hasta el viento que transporta ese “tequiero” que has
incorporado a la esencia de tu ser. Y es que el amor pertenece al ámbito del
ser, no del estar. Uno, cuando se enamora, deja de estar, es un alma abierta,
que ha introducido en su ser ese segundo eterno que unos labios escribieron en
el umbral de su esencia, y deja de ser lo que era para ser alguien distinto.
Desde entonces, dos seres se funden en uno, y todo lo demás sobra, no existe.
El ritmo de los eones para su reloj, arranca el segundo de las corrientes del
tiempo y lo guarda en el sagrario donde se adora lo eterno.
Fuera, los segundos
seguirán pasando, y los días y los años se sucederán sin pausa, la piel se
arrugará, lo susurros quedarán convertidos en gemidos de agonía y aquellos ojos
que contemplaban el paisaje mirando dentro del alma, perderán su transparencia,
perderán el brillo que regalaron cuando un “tequiero” surgió de unos labios
generosos. Pero aquel segundo, el estuche donde se guarda esa pizca de lo
eterno, ahí seguirá guardado, en el sagrario donde el tiempo no transcurre y el
infinito es posible.
El contacto de los
cuerpos firma con sangre lo inevitable del tiempo, lo que transcurre, lo que
nace, crece y finalmente muere; cantan los latidos, en ritmos acompasados, las
canciones de la vida y nos vemos navegando en mágicos universos. Y entonces nos
lo creemos: ¡Siempre te amaré! Pero sólo es un deseo, un anhelo, tal vez la
expresión del primero de los miedos: no te vayas, porque si me quedo solo, ya
no seré en mi esencia y tal vez no recupere el ser aquel que yo era cuando tú
escribiste un “tequiero”.
Francisco Murcia.
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