El último adiós.
19 – 12 - 2020
Hay dentro de mí una penumbra donde se esconde la sombra de una sospecha, un algo impreciso que se ha quedado ahí, modelado por los restos que dejaron los gritos que nunca tuvieron eco, umbrías del silencio donde me cobijé, ¿por cobardía?, puede ser, o tal vez fue porque sin darnos cuenta habíamos comenzado a usar idiomas distintos, idiomas en los que no solamente las palabras no eran las mismas, sino que las mismas palabras significaban cosas distintas. Y fue pasando el tiempo contemplando amaneceres en un desierto de sueños, prolongando los ocasos que aún quedaban en el recuerdo. Y la noche, ¿o debiera decir la ausencia de noche? porque la vigilia se hizo permanente en una constante espera de una improbabilidad que ya era, desde hacía tiempo, la constatación de una verdad manifiesta: no habría gestos porque los muertos de la noche no se mueven, simplemente esperan el día para seguir engañándose con la ilusión de estar vivos.
De pronto escuchas el último no, ese monosílabo que tantas veces, a modo de portazo, cerró todos los caminos. Un no que surge de los abismos, ígneo, abrasador, vómito de lava que firma en el paisaje ya desolado la rúbrica del fin. Todo arde alrededor. De pronto desaparecen todos aquellos momentos vividos como eternos, el fulgor donde brillaron los sueños se apagó y la oscuridad reina en nuestro universo; hace mucho que sus dedos no escriben en la palma de mi mano ni los míos buscan las sombrías alamedas donde trenzaban caprichos. Hace mucho que un “tequiero” ha perdido su encanto y ahora sonaría distinto, como si de otra lengua se tratara porque, con las mismas sílabas, señalan polos opuestos. Todo convertido en humo cuando el último ¡nooo! surge de los abismos de la desesperación.
Y se acabó. Quien se queda, permanece mirando al frente buscando un horizonte perdido; quien se marcha, hiende su huella en un camino que no sabe dónde va. En medio, el dolor, las cenizas de algo que en su día fue un fuego, las rosas muertas hace tiempo en el jarrón y los hijos, espectadores involuntarios del derribo, sienten como su mundo salta hecho pedazos. Y no lo entienden, no tienen por qué entenderlo, son cosas de los mayores, unos mayores que, de pronto, han dejado de ser dioses protectores para convertirse en feos ídolos de barro.
Francisco Murcia.